lunes, 25 de mayo de 2009

XVI EL GÜAJI

XVI EL GÜAJI


Ya habían transcurrido varios meses desde la partida de nuestras naves con rumbo a España. Esperábamos no tener que esperar demasiado para verlas regresar con los refuerzos que estábamos esperando. Mientras tanto, y para no perder las formas, realizábamos pequeñas incursiones por los alrededores de lo que, por lo general, no sacábamos nada importante, tan solo alguna que otra nueva y extraña planta o raro animal. De igual modo, siempre lográbamos atrapara algún indígena que deambulaba, como nosotros, por aquellos parajes.
De entre los capturados, me fijé un uno que por su aspecto me resultaba familiar. Durante algún tiempo estuve observándolo y confirmando cada vez más mis sospechas. Cuando la curiosidad pudo con mi paciencia, lo mané traer a mi presencia. Entonces pude comprobar que eran ciertos mis presentimientos: el indígena en cuestión era un Güaji de los que masacramos. Mi impresión se noto en la expresión de mi cara, preguntándome al unísono tanto María luisa como Rodrigo, que se encontraban presentes en ese momento, por el motivo del extraño gesto.
Estuve un buen rato explicándoles el motivo mi reacción, lo que aclaró en ese instante muchas de las duras de Rodrigo tenía sobre lo sucedido en aquellos días, mientras que a María Luisa le sirvió para empezar a comprender que no siempre, iba a ser todo tan fácil y bonito como hasta ahora.
Este indígena me explicó como había logrado escapar del poblado en medio de todo el fragor del combate. También relato como pudo resistir tanto tiempo en medio de la selva, solo y sin ningún tipo de contacto con nadie, ya que ver a un Güaji solo, era una extraña ocasión que aprovechaban las demás tribus para eliminarlos por considerarlos sus más peligrosos enemigos. Resaltó en sus explicaciones, hasta que punto estaban unidas con la naturaleza estas criaturas de Dios. Algún día nos haría pagar Dios a todos por lo que estábamos haciendo con estos hijos suyos y con su “jardín privado”.
El Güaji nos resultó de mucha utilidad por el profundo conociendo que de aquella zona adquirió durante el tiempo que permaneció en ella escondido. También comprobamos su nobleza y sumisión. Probablemente a que estaría cansado de tanta soledad y sufrimientos, prefiriendo permanecer voluntariamente entre nosotros para su bienestar y nuestro provecho.
Otro asunto que particularmente me traía de cabeza era la identidad de aquellos misteriosos indígenas que vimos bajar por el río. No podían preteñiré a ninguna de las tribus conocidas hasta el momento lo que aumentaba mi curiosidad. Rodrigo, que también estaba intrigado, tampoco observó ningún indígena parecido a aquellos por lo que el tema lo discutíamos con bastante frecuencia.
Aprovechando el periodo de descanso que nos habíamos impuesto hasta la llegada de la gente de España, organicé el ascenso por el río en una de las embarcaciones para intentar localizar a los misteriosos indígenas. Seria simplemente un pasatiempo con el fin de caer en la desidia y rutina diaria, por tanto debíamos evitar cualquier tipo de riesgo, que no fuese el estrictamente necesario.
Como el pueblo estaba bien organizado, pude partir junto a Rodrigo, cosa que no hacíamos desde tiempo atrás. Utilizamos una sola embarcación, acompañados por diez hombres y dos culebrinas. El río era cada vez más tranquilo, permitiéndonos subir impulsados únicamente por la acción del viento sobre nuestra vela. Subíamos lentamente y disfrutando del esplendió paisaje, que como siempre se presentaba ante nuestros ojos. Lo que me extrañaba era no escuchar ningún ruido desde que cruzamos un pequeño lago, donde parecía empezar una zona bastante pantanosa. No alcanzábamos a ver la orilla, que se perdía entre la cada vez más frondosa masa de árboles. La oscuridad y silencio que de su interior llegaban tan escalofriante que aceleramos la marcha saliendo de aquella zona lo más deprisa que pudimos.
Cuando escuchamos de nuevo los pájaros, el movimiento de las ramas de los árboles y el chapotear de las ramas, atracamos la balsa en una pequeña bahía arenosa, para intentar estirar un poco las piernas. Por allí tampoco encontramos nada interesante y, mucho menos, rastro alguno de los indígenas que andábamos buscando.
Después de merodear por los alrededores, comer y dormir un poco, subimos nuevamente a la balsa y reiniciamos el camino. Andábamos con muchísimo cuidado, decanto todo tipo de señales para inténtalo, por todos los medios, no volver a perdernos, que ya fue suficiente con la padecida en carnes propias.
Pasamos la primera noche en la misma balsa fondeada en el centro del cauce por no encontrar ningún lugar que nos ofreciera el mínimo de seguridad exigible para nuestra tranquilidad. Lo peor fueron los mosquitos, que nos obligaron a taparnos con las mantas que llevábamos.
Al despertarnos vimos que alguien había clavado en nuestra balsa una lanza indígena con una cabeza de pájaro disecada de la que colgaban amuletos y otros extraños objetos. Eso, sin duda, era una advertencia. Dimos media vuelta y regresamos de inmediato al poblado, portando con nosotros aquel amenazante objeto. Al observarlo, los indígenas salían corriendo despavoridos entre gritos y espavientos, aumentando con ello nuestra, ya de por sí, gran curiosidad. Por fortuna, el Güaji fue el único que no mostró tenerle miedo al amuleto y permaneció junto a nosotros. Al preguntarle que era tal cosa, nos contesto que no lo sabia, pero que intentaría enterarse de inmediato, en cuanto pudiera hablar con algún otro indígena que dejara de correr.
Así lo hizo. Permaneció hablando con uno de ellos durante un tiempo. Por los gestos que hacía, parecía no estar muy dispuesto a explicar que significaba aquello pero, al final, vino a contarnos lo que había podido sacarle a su interlocutor, este amuleto era el símbolo de la tribu “Secota” que según todos los indígenas, eran caníbales muy peligrosos del temor de los hombres.
Nuestro Güaji no conocía tal tribu ni sus “satánicas” costumbres lo que explicaba su “valentía”. Este suceso ratifico nuestra necesidad de buscar a los Secota. Su simple existencia no lejos de allí, tenía muy preocupados a nuestros indígenas e interfería en su normal ritmo de trabajo. No se atrevían a ir a recoger nada sin la compañía de algunos de nuestros hombres, provistos de sus armas.
La discusión entre Rodrigo, nuestros hombres y yo mismo, se centraba en la conveniencia o no de esperar al resto de los hombres que no habrían de tardar mucho más en llegar desde España. Al final, como casi siempre, me salí con la mía, o me dejaban salirme, nunca lo sabré, y logré convencerlos de que no podíamos esperar más tiempo. Partiría con una partida de los hombres disponibles, quedando el resto a la espera de acontecimientos.
Tres días más tarde, salía con cincuenta hombres a bordo de dos barcazas. Al llegar al lugar donde pernoctaríamos, nos parapetamos y, con las armas preparadas, empezamos a remontar el río. No pudimos observar nada fuera de lo ya acostumbrado árboles, pájaros, extraños sonidos etc, así continuamos durante algunas jornadas. Lo lógico era pensar que, si por allí existía algún poblado, seguro que ya hubiésemos tropezado con él o lo habríamos pasado por que no iban a estar tanto tiempo navegando estos Secota solo para dejarnos el “regalo” que dejaron.
Dimos media vuelta y comenzamos el regreso, intentando poner el máximo de atención posible, hasta en los más pequeños detalles cada orilla, intentando encontrar, lo que lo mas seguro, habíamos pasado de largo.
Al día siguiente uno de los hombres observo unos troncos cortados que flotaban juntos atados a una de las ramas de los árboles que se introducen en el lecho del río. Al acercarnos a ellos resultaron ser un grupo de canoas vacías puestas al revés que pasaban ese modo desapercibías. Aquello explicaba como no las habíamos visto en el viaje de subida.
Por allí no encontramos sitio donde amarrar las balsas. La orilla estaba detrás de las ramas y era muy estrecha, lo que nos obligo a fondear lo más cerca posible y llegar hasta la orilla introduciéndonos en el agua hasta el mismísimo cuello.
Una vez puesto en pie sobre el fangal, por llamarlo de algún modo, comenzamos a centrarnos en la selva con el lodo hasta la altura de los tobillos. Esto, sin duda alguna, era lo que quedaba de una zona pantanosa que, en cuanto empezara a llover de nuevo, se inundaría otra vez. Para mayor desgracia, allí no había forma de dejar rastro alguno el barro era tan blando que ni las huellas de nuestras pisadas quedaban fijadas.
En esas condiciones proseguimos hasta alcanzar tierra algo más firme, sobre la que continuamos la marcha aprovechando un seco y firme sendero, pero tampoco por esos lugares encontramos señal de los indígenas. Al llegar la noche, montamos la guardia e intentamos dormir y descansar algo. Al no poder ninguno pegar ojo en toda la noche, levantamos el campamento mucho más temprano de lo acostumbrado y reanudamos la marcha.
Todo continuó igual, hasta llegar a un rellano, totalmente engalanado con unos palos, en cuyos extremos mantenían cráneos humanos. Allí había, sin exageración, por lo menos doscientos que nos pusieron la “carne de gallina”. Con toda la concentración que un hombre puede conseguir continuamos la marcha, cada vez más pegados unos a los otros, intentando de ese modo disminuir el miedo y sentirnos más arropados.
Rodrigo marchaba junto a mí, atento a cualquier ruido o extraño movimiento ajeno a los nuestros. De vez en cuando observábamos con pavor algún nuevo cráneo engarzado en una lanza o colgado de un árbol, pero a esto, aunque parezca mentira, conseguimos acostúmbranos rápidamente.
Lo que seguía creciendo era la intranquilidad y el miedo a que nos atacaran, hecho este que ocurrio de modo inmediato. Tal como presentimos empezaron a llovernos flechas desde todos los rincones de la selva. Comenzamos a disparar con nuestros arcabuces; pero solo cuando conseguimos montar y disparar una de las culebrinas, corrieron como liebres, asustados de lo que nunca habían visto ni oído. Al realizar el recuento, los indígenas habían conseguido acabar con la vida de cinco de nuestros hombres, herido de consideración a otros tantos y había algunos, entre ellos Rodrigo, con algún que otro rasguño.
Mandé trasladar a los muertos y heridos a la barcaza y continuar el resto con mayor precaución. Un poco más adelante encontramos otro claro con más cráneos y un pedestal labrado en piedra que estaba custodiado por una extraña figura de oro. Cogimos dicha figura y continuamos caminando. Tras una pequeña colina vinos el poblado Secota. En principio en nada se diferenciaba del resto de poblados encontrados hasta el momento únicamente se distinguía por ser sus cabañas mayores y por la utilización del barro para su construcción.
Estas cabañas estaban coronadas por un gran agujero del que salía gran cantidad de humo blanco, sospechamos todos lo mismo y al mismo tiempo, y volvimos a estremecerlos. Debían de estar todos allí reunidos, disfrutando de algún “suculento manjar” porque fuera de allí no se veía a nadie, lo que suponía una gran ventaja para nosotros. Ya habíamos decidido, en vista de la peligrosidad y las satánicas costumbres, que no daríamos la minima posibilidad de escape: simple y llanamente los eliminaríamos y en paz.
Rodeamos la gran choza, dispusimos a los arcabuceros en segunda línea, justo detrás de las culebrinas. El resto, ballesteros y nosotros mismos, tras los arcabuceros. Las culebrinas abrieron el fuego, impactando sobre el techo provocando el derrumbamiento de la edificación. Cuando empezaron a salir del interior, los Secota se iban encontrando con la muerte. No recuerdo el tiempo que duró la matanza, y no lo recuerdo porque suele ocurrir, cuando te encuentras matando y defendiendo tu vida a la vez, el tiempo deja de tener sentido, lo único que importa es acabar con el enemigo lo más rápido posible.
El suelo estaba cubierto por completo de cuerpos indígenas, lo único que nos falto fue comérnoslos también, pero, gracias a Dios, mantuvimos la cabeza “fría”. Al terminar la desolación fue indescriptible, aun la retengo en mis retinas. Allí mismo enterramos a los indígenas en una fosa común, y comenzamos el regreso a casa para dar cristina sepultura a los nuestros.

Durante el viaje de regreso, el Guaji no pronuncio palabra –ni falta le hacía…-. Nos miraba fijamente a los ojos uno a uno, preguntándonos si siempre teníamos que actuar de ese modo. Con el pueblo recuerdo que hicimos exactamente lo mismo, aunque algunos escaparon sobreviviendo milagrosamente. Matábamos sistemáticamente a los más guerreros, mas por miedo que por el peligro que suponía en si. Tan solo nos quedábamos con aquellos que demostraban su docilidad y sumisión, pero, los hombres solemos distinguirnos por nuestra cobardía.
Antes de llegar, el Güaji se me acercó y, en su “castellano” me pidió que le dejara en libertad, que no quería seguir ayudándonos exterminar en su propia raza. Me lo pidió de tal forma que fue imposible negárselo, pero le rogué que se quedara entre nosotros sin acompañarnos en las expediciones, a lo que accedió de buen grado.
A nuestro regreso, aún no se tenían noticias de los hombres que deberían llegar de España, por lo que comenzaba a sospechar que alguna tragedia le había podido ocurrir. Ya había transcurrido tiempo suficiente para ir y regresar. No obstante, seguiríamos esperando un tiempo prudencial antes de embarcarnos en alguna nueva aventura. No podíamos permitirnos el lujo de perder ni un solo hombre más. La última aventura con los Secota nos había costado diez hombres, mas los heridos, entre ellos Rodrigo, quien de forma lenta se recuperaba de su brazo. Y eso que tuvimos suerte de encontrarlos a todos juntos y distraídos en aquella enorme choza que si no, hubiese sido aún mayor desastre.
Varios días después, una de las patrullas de la que se dedicaban a merodear por los alrededores, trajo la noticia del descubrimiento de un pequeño poblado al otro lado del río. Desde la distancia que lo observaron no llegaron a concretar el numero exacto de indígenas que lo habitaban, pero si la enorme cantidad de figuras de oro que, según ellos, tenían dispuesta a modo de decoración. Suficiente motivo para desplazarnos con urgencia hasta allí. Para esta misión se presentaron voluntarios todos los presentes en la reunión, y es que el Oro tira, y mucho.
Preguntamos al Güaji sobre la nueva tribu, pero no los conocía. Rodrigo, por su parte, se dedicó a organizar nuestra partida con la mayor urgencia. No quisimos esperar a los refuerzos, pensando en la ventaja que supondría la sorpresa. El capitán me pido permiso para llevarse al Güaji, permiso que denegué en un principio, pero, en vista de la insistencia, a cedí con la condición de que evitaran en la medida de lo posible todo tipo de violencia con los indígenas y mas en su presencia, a quien había dado mi palabra, y no iba a falta a ella bajo ningún concepto por muy indígena que fuese a quién se la diera.
Partieron en dos balsas, con treinta hombres a bordo con cuatro culebrinas por si se “torcían” las cosas, y se torcieron. Nada mas llegar al poblado, y a la vista del Oro, comenzaron a disparara a todo ser vivo. Aquello duro muy poco, demasiado poco, pero el caso fue que, de nuevo, el suelo se cubrió de sangre indígena. Recogieron todo el oro que encontraron y tras pasar varios días holgazaneando por allí, en busca de algún superviviente. Regresaron por fin a San Juan.
La bronca que monumental Rodrigo había ejecutado exactamente al revés, todas las ordenes que le di y fue incapaz de justificar su actuación. Todo lo achacaba a la desobediencia de sus hombres, que presos de no se que miedo, empezaron a dispara sin autorización previa, desencadenándose de forma inmediata toda la cadena de acontecimientos que terminaron en una nueva masacre.
Al preguntarle a Rodrigo sobre la actitud del Güaji, ya que desde su regreso no se había vuelto a dirigirme la palabra, me contestó que, al comienzo del combate salió corriendo sin rumbo y que, desde entonces, tampoco lo había visto nadie. Me pidió disculpas y me prometió salir en su busca. Del mismo modo me volvió a pedir disculpas por el fiasco de la misión de la que lo único positivo fue la gran cantidad de oro encontrado.
Dos días después, y tras mucho buscar, trajo al Güaji. Estaba muy serio y no pude conseguir sacarle una sola palabra. Allí lo tenía con sus ojos clavados en los míos. Lo deje marchar, no pude decirle nada. Estos Güajis eran muy diferentes a resto de indígenas conocidos por mí hasta ese momento, quizás gracias a mi inolvidada Mussi. Creí que dejándole marchar, al menos no tendría que soportar su mirada. Esperaba que se adentrara en la selva, tan natural y conocida para él, que al final conseguiría reanudar su vida de indígena, pero de nuevo me equivoque.
Varios días después de su marcha y a media noche, note como alguien se acercaba a mis aposentos. Con el mis ojos como siempre, medio cerrados, medio en alerta, pude observar la silueta de un hombre que empuñaba un arma; empuñé la mía y cuando se acercó presto a quitarme la vida, de un rápido y mortal movimiento de mi espada, acabe con la vida de mi atacante.
Ya de pie, sobresaltado, abrazado por María Luisa, y en presencia de mis hombres que llegaron rápido a mi grito de auxilio, pude contemplar con horror y rabia el cuerpo sin vida del Güaji.

No hay comentarios:

Publicar un comentario