lunes, 25 de mayo de 2009

XVII NUEVA GRANADA

XVII NUEVA GRANADA


Los días de espera de la llegada de los refuerzos de España, con los remordimientos por lo sucedido con el Güají, ¡cuando odio debió tener acumulado en contra nuestra para actuar como lo hizo! Pero nosotros éramos infinitamente peores, matábamos sin sentimientos, ni siquiera el de odio.
Al poco el milagro esperado. Vela río arriba. Esta vez era toda una flota completa que trajeron, nada más y nada menos, que a mil quinientos hombre, y al frente de todo aquello, mi padre en persona.
La alegría fue inenarrable, allí hubo de todo, fiesta, comida, bebida, hasta alguna de las cabras que traían en las Naos se aso por ahí. Mi padre, enterado de las buenas noticias y de la mercancía recibida, organizo todo al detalle justificando de ese modo su retraso. Lo más fácil fue encontrar los hombres, quienes, al olor del oro, se ofrecieron voluntarios y sin paga alguna a cambio. En este caso, tuvo que quitárselos de encima, y lo peor estaba por llegar: por lógica y al venir tanta gente, había hombres de todas las calañas.
Una vez puesto al día, empezamos a relatar a mi padre nuestros planes a la vista de lo observado y descubierto por aquellos parajes. Como, por fortuna no faltaban hombres, decidimos organizar dos primeras expediciones: una por Rodrigo y la otra por mi mismo, quedando mi padres como Gobernador de San Juan, que para eso venía nombrado por el mismísimo Emperador.
Rodrigo partiría en dirección a ese gran pueblo de las montañas, mientras que yo continuaría río arriba intentando localizar nuevos poblados. La primera en partir fue la de Rodrigo, quien lo hizo muy de mañana, encabezando a más de quinientos hombres, elegidos entre la enorme multitud de voluntarios que se presentaron a la convocatoria.
Por mi parte, yo embarque en la nao de menor porte de las que llegaron de España, pensando en las ventajas de esta maniobra por el río. Partimos hacia el mediodía, en medio de un sofocante calor que nos tuvo toda la jornada empapados de sudor. Para esta misión, debido a que solo utilizábamos una embarcación, dispuse solo con ciento cincuenta hombres, que apenas pude acomodar en su interior.
En los primeros días todo transcurrió con absoluta tranquilidad. Pronto dejamos atrás, tanto la zona pantanosa como los restos del poblado que destruyo Rodrigo. El río parecía igual día a día de modo monótono, sin tener nada más que ofrecernos. De ese modo pasaron casi dos semanas, sin el mínimo vestigio de actividad. Los hombres empezaban a protestar pidiéndonos regresar al poblado y comenzar por otro sitio, quizás por tierra. Permanecí firme en la decisión tomada: estábamos aquí para conquistar tierras y lo demás seria bien recibido, pero desde Lugo mientras estuviese yo al frente de la misión, ningún oro se interpondría en nuestro principal motivo, aun así, comprendía que para la tropa era difícil entenderlo la impaciencia empezaba a hacer mella en ellos.
Gracia a Dios, no paso mucho mas tiempo antes de encantarnos en un enorme llano, donde pudimos desembarcar. Los hombres corretearon por el como jóvenes cachorros, estirando sus piernas. Cuando se desbocaron lo bastante, mande, reunirlos. Allí mismo acordamos introducirnos una buena parte de nosotros en la selva, con la esperanza de encontrar algo que mereciera la pena. Envíe a cincuenta hombres bajo el mando de un nuevo capitán, de los que habían llegado con mi padre. Desde la toldilla observe como desaparecían entre la bastísima vegetación de la selva.
Nosotros permaneceríamos allí durante una semana, si una vez trascurrida esta no teníamos noticias de ellos y según lo acostumbrado, enviaríamos a otro grupo en su busca. No hizo falta, cinco días después de su partida, volvieron sin resultado alguno y sentidos en un tremendo desengaño, por lo que embarcamos todos en la Nao y regresamos a San Juan con las manos tan vacías, como cuando partimos.
Allí estaba mi padre, esperándome en el embarcadero. Durante mi ausencia había, sido enviadas a España casi todas las Naos cargadas con todo lo que habíamos acumulado. Solo quedaron cuatro Naos incluidas la mía y la de Rodrigo. De este tampoco se tenia noticias, pero como partió en la misma fecha que yo, no nos preocupo demasiado.
Mi padre ya había organizado San Juan, tanto en lo administrativo como en lo social y militar, demostrando de nuevo con ello, sus grandes dotes como militar y administrativo. En poco tiempo gano el respeto de todos los moradores de San Juan.
El estaría en San Juan solo el tiempo necesario para dejar abiertas y bajo control las líneas de comunicación que se encargarían de llevar hasta España todo lo que aquí encontráramos, y dejar como Gobernador en San Juan a quien yo me temía. También se encargaría de administrar mis bienes en Osuna y los de mi familia, que de forma tan justa se había ganado. Propiedades que junto con lo que aquí empezaba a acumular con tanta rapidez, que tan solo mi buen Padre conocía a ciencia exacta a cuando se elevaba toda mi fortuna.
Varias semana después, por fin apareció Rodrigo contándonos que en efecto, había conseguido llegar a las proximidades de un enorme pueblo en que no se atrevió a entrar el solo con sus hombres, por ello había regresado en busca y por mas hombres, para cometer la empresa de su conquista con las mayores garantías de éxito. Tras otra semana de descanso, partimos con otros doscientos hombres más, armados con todo lo que disponíamos: culebrinas, cañones, ballestas, arcabuces etc.
El camino hasta el pueblo resulto mucho más fácil de lo que estímanos en un principio. Lo más complicado fueron las pendientes que subimos arrastrando tan pesadas cargas, lo logramos gracia a lo seco que encontraba el terreno. Una vez que tuvimos a la vista el enorme pueblo, observamos lo complicadísimo que seria tomarlo, según lo acostumbrado hasta ahora, ya que no podríamos rodearlo sin ser antes descubiertos por ellos. La única Manera de hacerlo seria por las bravas, entraríamos a caballo, seguidos de los arcabuceros, aprovechando la presumible confusión creada por el efecto de culebrinas y cañones.
Al amanecer, cuando el sol acuno había acabado de salir, empezó el machacón retumbar de los cañones. Desde nuestros puestos veíamos como el gene salía despavorido de sus casas, corriendo sin sentido. Cuando consideramos suficiente la confusión creada, entramos al galope, espada en mano, cortando cuantas cabezas se nos interponían. A continuación avanzaban los lentos, pero contundentes, arcabuceros y ballesteros, cubriéndose unos a otros; mientras unos cargaban sus armas otros disparaban sistema este que resulto muy eficaz en la primera fase de la ocupación. No así cuando, vencido el inicial miedo, los indígenas empezaron a respondernos. Entonces la lucha llegó al enfrentamiento cuerpo a cuerpo, en desigual lucha, ya que nuestras espadas atravesaban con facilidad los pequeños y frágiles cuerpos de aquellos hombres. Estuvimos pelando casi todo el día. Fue el combate más largo de los que me habían tocado en suerte hasta ahora, pero al final de la tarde, empezaron a dejar sus armas, vencidos, agotados y humillados.
Esa noche descansamos como pudimos, permanecimos siempre con uno de los ojos entreabiertos, y con las armas empuñadas, por si menester era el utilizarlas. Al despertar comprobamos la verdadera magnitud del pueblo, por llamarlo de algún modo, era mucho mayor que muchos de nuestros pueblos y ciudades importantes. Sus casas eran todas de piedra. Tenían numerosas imágenes gigantescas extraños labrados. En la plaza que parecía ser la de mayor tamaño, se encontraban dos pirámides de enorme altura con una larga y bella escalera que llevaba hasta la cima, desde la que se podía observar todo el pueblo.
En este pueblo, llamado Panui, o por lo menos así lo pronunciaban, sus habitantes eran gobernados por un Rey que se llamaba Racha. Este Rey era mas anciano de lo que parecía en un principio, tenia, o se le suponía, poderes sobrenaturales, que le venia dado por los dioses. Podía llegar a ordenar el suicidio de alguno de sus súbditos, sin que éste ni su familia protestaran, en mas lo consideraban un honor que les reportaría todo tipo de venturas y riquezas.
Todas sus costumbres nos resultaban extrañas. Era el pueblo mas raro de los que habíamos encontrado hasta ahora, pero también el mas grande, completo y organizado. Una vez asegurado el pueblo, mande buscar a mi padre para que pudiera ver con sus propios ojos la extraña belleza de sus monumentos, imágines, la delicada confección con la que estaban confeccionados sus vestidos, el inmenso yacimiento de oro, la fácil obtención de piedras preciosas. Sus animales, plantas, vegetales y demás extraños objetos. Todo aquello nos daba la inequívoca impresión de haber encontrado al fin, esa gran ciudad donde asentarnos y desde allí, fundar todo un nuevo reino para nuestro Emperador. Llamamos a la ciudad “Nueva Granada”.
Cuando llego mi padre comprobó con asombro la realidad de lo que le habían contado. San Juan quedaba a varias semanas de camino, por lo que en principio, no quedaba mas remedio que utilizar la senda que habíamos abierto, mientras no encontráramos otro punto más cercano al río.
Por fortuna, esta vez no tuvimos que construir viviendas para nosotros. Mi padre se alojo en el “palacio” del Rey a quien relego a una gran casa de algún súbdito suyo. Yo había traído a María Luisa, y con ella me aloje en otra de las grandes casas del pueblo. Mis capitanes y el resto de hombres se repartieron las casas más habitables, en las que permanecieron los indígenas, ya que prefirieron compartir sus casas con los Españoles a abandonarlas. En general, recuerdo que no hubo demasiados problemas.
Transcurrió mucho tiempo antes de que pensáramos en más conquistas. Estuvimos muy ocupados en sacar buen provecho de Nueva Granada y reforzando nuestras rutas con San Juan. Tampoco mi padre estaba mucho por la labor de nuevas misiones, sin antes haber “normalizado” las rutas de comercio con Sevilla. Así pués, tuvimos que esperar un tiempo para que mi “Santo padre” le diera la gana de autorizar una nueva misión.
Allá por noviembre, dejando Nueva Granada en manos de mi padre, con sus negocios y a maría Luisa “entretenida” con el embarazo de nuestro, muy esperado y retrasado primer hijo, partí en busca de un punto mías cercano al río, que nos permitiera ahorrar tiempo e incomodidades en el envío a España de tan ricos enseres.

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