lunes, 25 de mayo de 2009

XVIII EL OTRO RIO

XVIII EL OTRO RIO


Andaba Rodrigo preocupado por la lenta marcha que llevábamos debido a la cantidad de hombres que componían la expedición y la tremenda espesura de la selva. Durante todo el día, estábamos obligados a ir de forma continua cortando matojos y más matojos. Los caballos, fatigados por el calor y la humedad, se negaban a continuar caminando, obligándonos a fustigarlos más de lo necesario, tanto a ellos, como a nosotros mismos.
Desde mi primera andadura por esta tierras no recordaba nada igual, y menos mal que no estábamos en época de lluvia, porque en ese caso si que no hubiésemos podido hacer el camino. Por lo que menos preocupado estaba en esta misión, era por lo referente a la organización de nuestra defensa. Los hombres y animales que integrábamos la larga serpiente metálica, avanzando entre la basta vegetación, era mas que suficiente para mantener a raya a los indígenas que pudiesen cruzarse en el camino. Por el momento no habíamos visto a ninguno.
Tardamos poco en encontrar el río, estaba más cerca de San Juan de lo que habíamos previsto en un principio. De forma inmediata envíe emisarios a nueva Granada con la grata noticia. Los que nos quedamos en el río comenzamos a construir balsas con las que empezar a navegar por el río y averiguar si era el mismo u otro distinto al conocido, en cuyo caso, deberíamos encontrar su desembocadura.
El lugar donde habíamos encontrado el río era ideal: tenía un gran claro, rodeado de buena madera y el fondo del cauce parecía lo bastante profundo para permitir construir balsas de gran tamaño con el fin de llevar al mayor número de gente posible.
Construimos tres balsas, donde subimos setenta hombres en total. Yo mandaba todo el grupo y la primera de ellas, Rodrigo capitaneaba la segunda y la tercera iba bajo el mando del joven capitán Hernández. El resto de hombres quedaron esperando a mi padre para ponerse bajo su mando.
Nos dejamos llevar por la corriente del río con la máxima atención posible, tanto para no perdernos como para no ser sorprendidos por un ataque inesperado. Si conseguíamos llevar el rumbo corriente y estábamos en el mismo río, no tardaríamos mucho en encontrar San Juan. El único y grave problema era la posibilidad de equivocarnos y, en vez de seguir río abajo, meternos en algún afluente de que terminara por perdernos por aquella selva.
Los primeros días de navegación transcurrieron con la misma monotonía de la selva cuando esta tranquila. Al tercer día vimos aparecer un pequeño poblado en la margen derecha del río. Estaba todo el pueblo congregado en la orilla, observando con curiosidad nuestra llegada. Era la primera vez que ocurría que todo un pueblo saliera a recibirnos por las buenas: esto logró sorprendernos y nos pusimos en guardia ante tanta inesperada amabilidad.
Al llegar junto al diminuto embarcadero, pusimos pie en tierra, mientras dejábamos en las balsas a los hombres con las armas preparadas por si tenían que salir a rescatarnos. Unos cuantos indígenas nos cogieron de la mano y nos llevaron ante presencia de un anciano que parecía ser su jefe, rey o como llamaran a este individuo. Una vez situados frente a él, no quería que acabáramos con sus vidas. Así y para nuestra mayor sorpresa, acataron de buen grado nuestra llegada, reconociendo a Dios, al Emperador y cuantos les pusiéramos delante. Creo que la fama que habíamos adquirido, después de tantas masacres, el mismísimo Satanás, hubiera acepado todos nuestros condones, con tal de no provocar nuestra cólera.
Le preguntamos si este río comunicaba con otro mayor que existía por allí cerca, nos dio unas nada esclarecedoras respuestas de las que dedujimos que no conocían bien el terreno más Allá de sus propias tierras. A este pequeño pueblo, le pusimos el nombre de “San Judas”, capricho del Agustino que nos acompañaba.
Después de dejar a diez hombres en el poblado, proseguimos río abajo. Rodrigo andaba algo inquieto, sin saber a ciencia cierta la razón. Decía que tanta tranquilidad y sosiego no le gustaba, prefería la acción aunque era mas duro de llevar. Como era normal entre los hombres, siembres había división de opciones, yo desde luego prefería a la tranquilidad. A eso de media tarde, el río empezó por primera vez, desde que llegue a estas tierras, a embravecerse por la corriente y así ahorrando por primera vez la engorrosa necesidad de impulsarnos de forma manual.
En un principio nos alegro pero, de inmediato caímos en las dificultares que esto acarrearía a la hora de regresar por el río en caso de que fuese necesario. Rodrigo, como buen optimista, no le dio la menor importancia, decía que al llegar a San Juan, volveríamos caminando, y en paz. ¡Quizás llevara razón! Por el momento ya teníamos un pequeño problema, no habríamos como volver en caso de no estar en el río que pensábamos.
Con la corriente más fuerte de lo acostumbrado, avanzamos más terreno de lo previsto. A este ritmo ya deberíamos haber llegado a San Juan y, sin embargo no teníamos la minima señal. El paisaje era muy distinto, por lo que o, nos habíamos despistado, o bien, y más lógico, este no era el río que conocíamos, sino uno distinto al principal. Decidimos continuar unos cuantos días más y en caso de no alcanzar San Juan, volveríamos como pudiésemos río arriba dando por sentado, haber descubierto un nuevo río mucho más bravo que el anterior, siendo inútil por tanto para nuestros propósitos. A cambio teníamos ante nosotros, todo un nuevo territorio para explorar y conquistar.
Cuando empezábamos a pensar en dar media vuelta, vimos a lo lejos, cruzando el río unas canoas decoradas con colores muy vivos. Estos indígenas no nos hicieron el menor caso. Rodrigo, de inmediato se puso alerta y mando preparar todas nuestras armas disponibles, ya que, justo al cruzar el río, esos hombres habían desaparecidos.
Cuando llegamos, pudimos explicarnos el porque de su desaparición, el río por donde habíamos bajado no era sino un afluente de otro mucho mayor, por donde pasaron las canoas divisadas. Lo más extraño era el modo en que desembocaba el afluente; totalmente vertical. Sin ningún tipo de delta, meandro o accidente. Allí, en perpendicular ese mismo lugar, amarramos las balsas, mientras decidíamos que hacer.
Yo opinaba que lo mejor seria reiniciar el camino de regreso y volver más preparados, lo que sin duda, era todo un reto. Rodrigo, compartía la opinión de los hombres que querían continuar por el nuevo cauce y buscar nuevos poblados, con la esperanza de nuevas recompensas en oro. Así pues, me dejé convencer y nos dejamos arrastrar por la corriente del nuevo río.
El cauce se hacía cada vez más ancho. Parecía ser aun mayor que el que conocíamos, si no fuese por la fuerte corriente, nuestros barcos podrían rebotarlo sin ninguna dificultad. Sin embargo, su tamaño era también el mayor obstáculo para nosotros. Nos obligaba a navegar pegados a una de las márgenes del mismo, porque, de hacerlo por el centro perderíamos el control sobre la barcaza.
Navegábamos por la izquierda, tal como habíamos decidido tras mucho discutir, pero, en verdad, parecía que la diosa fortuna nos había dado la espalda, ya que por allí no se podía ver nada, solo la misma vegetación de siempre. Por esta razón, cambiamos de margen, pero por desgracia, obtuvimos el mismo resultado negativo: por ningún lado aparecían signos de vida.
Más adelante, en una diminuta pero suficiente playa para nuestro desembarco, montamos el campamento y nos dispusimos a Hacer algunas incursiones desde allí. En la primera partió Rodrigo acompañado por quince hombres. A los pocos días regresaron sin resultado alguno. Organizamos algunas incursiones más de este tipo, sin que ninguna nos diera señales de nada. Así pues, recogimos el campamento y continuamos río abajo.
La siguiente playa en la que desembarcamos era mayor que la anterior y pudimos permitirnos el “lujo” de montar las tiendas. Desde esta playa observamos unos montes, no muy lejanos de donde estábamos. Y a los que podíamos sin demasiadas dificultadas.
Hacia allá partió Rodrigo acompañado por más de veinte hombres. Como esta misión llevaría algún tiempo, aproveche el mismo para internaros en la selva y empezar a buscar la comida que ya nos estaba haciendo falta. Nos volveríamos a encontrar transcurridas varias semanas, una vez cumplido el plazo, no tener noticias de Rodrigo, me dispuse a partir en su búsqueda.
Seguimos el sendero dejado por él y sus hombres. No veíamos ninguna señal que nos hiciera suponer que hubieses ocurrido nada extraño. El camino hasta llegar a las faldas de los montes fue fácil, pero no así el ascenso. Sus pendientes eran muy pronunciadas y resbalosas, por ellas caímos una y otra vez haciéndonos polvo cada vez que resbalábamos. Cuando al fin logramos alcanzar la cumbre, descubrimos, para nuestro asombro, como aquello no era sino el comienzo de una nueva, enorme y cada vez más alta cadena montañosa y, lo que era peor, de Rodrigo, ni señal.
No nos quedaba más remedio que continuar avanzando en busca de algo que nos ayudara a encontrar a Rodrigo y a sus hombres. Empezamos a bajar el sendero y avanzar por el valle. Las cumbres eran cada vez más altas. De forma lenta comenzamos a subir por la que nos indicaba el sendero de Rodrigo. Poco a poco, paso a paso, nos acercábamos a su cima. Un poco más arriba, después de cruzar una zona de niebla que resulto ser una gigantesca nube, descubrimos a lo lejos, un poco más arriba de donde nos encontramos, pero en el monte de al lado, un gran monumento en forma piramidal, semejante a los que existían en Nueva Granada.
Hacia aquel punto nos dirigimos de inmediato, acelerando en lo que pudimos nuestro paso. Con más trabajo de lo que previmos, conseguimos alcanzar la falda del monte contiguo y comenzar a subir por él. A medida que subíamos, comenzamos a presentir alguna tragedia. Aquel lugar estaba completamente lleno de cráneos humanos, colgados de los árboles, señal inequívoca de la presencia de caníbales.
Continuamos el ascenso con las armas empuñadas dificultando aun más el ascenso. Al alcanzar un pequeño rellano, paramos a descansar el tiempo justo para comer algo y continuar en el intento de llegar al monumento aún con luz.
Cuando llegamos a su pie, quedamos sorprendidos de la altura real de la pirámide. Eran muchas más altas de lo que parecía desde lejos. Empezamos a subir, peldaño a peldaño, aquella interminable escalera, lo extraño fue, no ver a nadie por allí y su descuidado aspecto exterior. Al empezar a retirarse la luz del sol, alcanzamos la puerta de una pequeña caseta que coronaba la pirámide. Encendimos una antorcha y penetramos en ella. Curiosamente, empezamos a bajar otra vez, por unos cada vez más estrechos y húmedos pasillos.
Después de bajar con la impresión de bajar mas escalones de los que habíamos subido, entramos en una gran sala. Una vez en su interior, encendimos más antorchas para ver por completo el aspecto que la sala ofrecía, pero, al lograr iluminarla, no pudimos observar más que paredes desnudas, de donde partía otro pasillo que conducía a la sala contigua. Al entrar en ella nos encontramos el horrible espectáculo que ofrecían los cuerpos de nuestros hombres, incluyendo el de mi queridísimo amigo Rodrigo.
Sus cuerpos estaban colados de los pies, enterrados en polvo de oro hasta más arriba de la cintura. Consternados y preocupados, descolgamos uno a uno a nuestros compañeros. Terminada la desagradable misión de darles cristiana sepultura, el Padre Jaime, santifico el campo donde descansaban los cuerpos y fundamos un pequeño cementerio, al mismo pie de la pirámide, con el nombre de “San Justo”. Jamás llegué a recuperarme del tremendo pesar que para mí, supuso la perdida de Rodrigo.
Nos quedamos varios días por aquella zona, recogiendo el polvo de oro y buscando a los indígenas responsables de tan horrible asesinato. De igual modo, buscábamos comida, que, al llevar tanto tiempo de marcha, ya escaseaba.
El regreso fue lento, lo tuvimos que hacer a pie ante la imposibilidad, por otro lado ya prevista, de utilizar las balsas para remontar el río. Por el borde del mismo empezamos a caminar, subiendo por el camino por el que habíamos llegado allí. Los días, eran interminables. Pasábamos el día arrancándonos las sanguijuelas y escupiéndonos los omnipresentes mosquitos.
Quienes iban cargados con las sacas de oro eran, en cierto modo, los sentenciados a muerte porque, soportando el peso, se hundían más en el fango del pantanoso terreo y terminaron rendidos. Por si fuera poco, fuimos atacados por unos indígenas desconocidos que, debido a nuestra extenuación, nos causaron numerosas bajas, hundiéndonos aún más nuestra ya escasa moral.
De los setenta hombres que iniciamos el camino, apenas quedábamos veinte, y en más de la mitad, la fiebre estaba haciendo verdaderos estragos. Para nuestra ventura y gracias a la intuición de uno de nuestros hombres, encontramos de nuevo el cauce del río donde el agua amansaba. Construimos una pequeña y rudimentaria balsa y con el mínimo esfuerzo alcanzamos San Judas, donde nos recibieron los diez hombres, quienes habían organizado a la perfección todo el poblado.
Estuvimos descansando durante varios días, recuperándonos de lo acontecido. Lo más significativo fue la “casualidad” de haber conseguido llegar con todo el polvo de oro que arrastramos desde la pirámide. En el pueblo construimos, con la ayuda de los indígenas, una balsa mayor para volver al pueblo todos juntos, incluido el oro, que serviría de recompensa a los hombres que consiguieron sobrevivir y hacerles llegar su parte a las familias de los fallecidos, cosa esta que agradecieron todos los hombres.
Si poco tardamos en rebotar el río, menos aún en llegar a Nueva Granada. Entramos en medio de la algarabía general de sus moradores, que poco a poco, fue transformándose en preocupación, según se iban dando cuenta del estado de los pocos hombres que llegábamos. De todos modos, la gente siguió jadeándonos, con más fuerza si cabía, al instruir la epopeya que acabamos de vivir.
Cuando llegamos ante el gran palacio, mi padre estaba sentado en un pedestal de piedra, labrado con los escudos de Castilla y el de mi familia. Ni siquiera se levantó. Tuve que llegar a su altura y saludarlo de forma solemne, solo entonces se levantó y me abrazó con fuerza. Emocionados los dos, me costó verdadero trabajo separarlo de mi. Cuando conseguí que se tranquilizara y al fin pudimos sentarnos, y sin que nadie nos molestara, comencé a relatarle mis venturas y desventuras en el viaje que acababa de terminar. Me llevó casi toda la noche. Empecé a extrañar la presencia de María Luisa, pero, dada la importancia del tema que tratábamos no quise preguntar pensando que mías tarde me reuniría con ella. Cuando terminé el relato, él me miro fijamente, con una mirada delatora de que algo no iba bien. Se lavando, se me acerco lentamente y me abuzo de nuevo. Esta vez con lágrimas en sus ojos, no sabia como empezar a contarme la trágica noticia que también yo empezaba a intuir: durante mi ausencia y a causa del parto, habían perdido la vida María Luisa, como mi pequeña hija. Estaban enterradas bajo el altar de la que seria una gran catedral ordenada construir por mi padre. La pequeña solo pudo vivir el tiempo necesario para ser bautizada con el hombre de su madre. Juntas descansarían para siempre.
Aquel suceso termino de hundirme en una profunda tristeza, no por la soledad, o la perdida de mi amigo y familia en sí, sino porque pensaba que estaba siendo castigado por Dios, al ser el responsable de tanta injusticia y crueldad con los indígenas, que a mi pesar, se había realizado de forma infrahumana y con mas frecuencia de lo debido. Con todo esto, empezaron a acumularse en mi mente preguntas para las que nunca encontré respuesta. Cambio mi carácter, de tal forma, que ni yo mismo me apuntaba.
De aquella trágica experiencia solo recuerdo y creo que lo único que saque en claro, es la existencia de aquel otro río, que mi para ponerle nombre tuvimos tiempo. Alguien pensó en bautizarlo como Río de la Tranquilidad de los Muertos, “pero”, claro esta, no queríamos recordar eternamente estos sucesos, por lo que decidimos dejar el bautismo para una mejor y más alegre ocasión.
Mi padre me aconsejo que emprendiera de inmediato una nueva expedición, en el fin de sacarme de la depresión, que, poco, a poco, empezaba a minar mi espíritu, perdiendo todo interés por cualquier asunto.
Acepte sin vacilar volver a las pirámides y buscar, desde allí, a los responsables de la matanza y su poblado, que en vista de la grandiosidad presumimos, debería ser de baste rico.
Esta misión que iba a emprender, iba a ser muy triste y distinta sin los sabios consejos de Rodrigo ¿Cómo podía un capitán bajo cuyo mando habían muerto tantas personas, organizar otra misión? No lo se, pero había que hacerlo, y como siempre se hizo.

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