lunes, 20 de abril de 2009

II HACIA EL RIO


II HACIA EL RIO

Iniciamos la marcha con buen ánimo; lo único en contra, la lluvia, que no había cesado desde el día que llegamos, y esto aunque poco a poco nos íbamos acostumbrando, resultaba molesto. La humedad y la sensación de andar permanentemente sobre una capa de agua, que , algunos sitios nos llegaba a los tobillos, además de incómodo, resultaba un verdadero problema para nuestra, ya de por sí, lenta marcha.
El espectáculo era realmente impresionante: los trescientos cincuenta hombres, marchaban en fila de a uno, configurando una larga serpiente metálica. En cabeza marchaban cinco infantes con grandes machetes abriendo camino por la senda que previamente había abierto la expedición de González Ledesma. A continuación, avanzaba acompañado de algunos de los capitanes con los discutía sobre los posibles problemas con los que nos podríamos encontrar y el cómo resolverlos.
- Sr. Como siga lloviendo, vamos a tener que llamar a las naos para que nos lleven -, me comentó el oficial de logística Luis de Uría11, a lo que le respondí que no se preocupara que, en todo caso, le pondríamos flotadores a los caballos. Así pasamos toda esa primera y agotadora jornada, entre comentarios y anécdotas de todo tipo. cosa que, por otro lado, se agradecía. De ese modo, el tiempo transcurría de forma más rápida y ayudaba a mantener alta la moral y constante el ritmo de la marcha.
Al llegar la noche, nos detuvimos en el lugar más seco que pudimos encontrar, un montículo donde el agua no llegaba a acumularse, pero que corría de forma torrencial con el consiguiente peligro que esto suponía para montar las tiendas. Así pués, decidimos acostarnos sobre hamacas amarradas en los árboles y dejar los enseres cargados en los animales. En aquellas circunstancias…, no se podía hacer más.
Por fortuna, había traído desde mi casa la hamaca que en su día me confeccionara un lugareño en su cortijo de tierras extremeñas, lo que ayudado por el toldo con el que me tapé, me libró casi por completo de la intensa lluvia que caía sin cesar.
Por la mañana, me desperté con el ruido de los infantes que empezaba a recoger para reprender la marcha, bajo la incesante caída del agua a la que ya nos habíamos acostumbrado a soportar, y que terminaríamos por agradecer ya que nos ayudaba a soportar el sofocante calor.
La lluvia era muy fina, formando en su caída una película a través del arbolado que más que agua, parecía niebla. La luz nos llegaba bastante debilitada, después de atravesar las copas de los altísimos árboles, que lo dominaban todo. Cuando la casualidad lo quería, un haz de luz limpio e intenso, coincidía en su caída con alguna flor llena de colorido, resultando de una extraordinaria belleza, y el ruido de fondo predominante era el del agua al caer desde las copas de los árboles, deslizándose través de las plantas, hasta el chasquido final al llegar suelo mojado.
Todo esto, resaltaba el espectáculo que desarrollaba ante nosotros lo me hacía sentir a veces como un vulgar violador, por el estado virginal en que se encontraba la zona, pero para eso había llegado hasta aquí, precisamente para eso “desvirgar la zona” Para nuestra Corona. Alguien tenía que hacerlo, y me toco a mí.
Caminamos sin descanso durante todo el día. Solo se hizo un breve alto para comer y a continuación reanudar la marcha hasta que se nos hecho la noche y montar el campamento. Así, día a día, hasta que por fin, nos encontramos el pie de la montaña tras la que estaba el río visto por González Ladesma y sus hombres. La verdad, ya teníamos ganas de llegar, porque, por lo menos, nuestros pies saldrían del agua durante algún tiempo, mientras subíamos el monte.
Lo más difícil, iba a ser subir la artillería por esas cuestas tan empinadas, pero, como siempre, nos salvó el ingenio, uno de nuestros jóvenes infantes que invento un extraño artilugio, gracias al cual lo conseguimos sin grandes dificultades. Una vez coronada la montaña, pudimos observar con asombro, la impresionante masa de vegetación verde. Al fondo se divisaba la mar, perdiéndose en el horizonte. Imaginé por un momento que tras aquella línea azul del horizonte se encontraban las costas españolas. Pensar que, hasta hace poco, creíamos que la tierra era plana, era de locura, nadie creía que por estas latitudes existiesen nuevas tierras, hasta la llegada de Colón. ¿Qué no nos quedaría todavía por descubrir?.
Sin darnos cuenta, se nos hecho de nuevo la noche encima. Había luna llena, y su luz iluminaba toda la selva; se reflejaba con una maravillosa intensidad sobre el lecho del río y la superficie del mar, al fondo se trasformaba en un gran espejo plateado, donde se multiplicaba la luna en cada cresta de ola. Allí dejó de llover casi de forma milagrosa, aprovechamos para poner todo a secar e intentar al menos por unas horas olvidar la sensación de humedad continua sobre nuestra piel.
La mañana siguiente, iniciamos la marcha hacia el siguiente monte, bastante más alto que éste y tendríamos una mejor visión del terreno. Llegamos ya entrada la tarde, y mereció la pena llegar hasta allá, el paisaje era increíble. El río era el más grande que jamás había imaginado, su color plateado resaltaba con fuerza sobre el intenso verde selvático, no observándose ningún otro monte en lo que alcanzaba la vista. Selva y más selva, y el omnipresente río, que zigzagueaba por el interior de la selva. Debería desembocar bastante lejos de allí ya que desde nuestra posición no de divisaba donde desembocaba. En él, estuvimos todos de acuerdo sería nuestra vía más rápida de comunicación.
De nuevo comenzó a llover de forma torrencial, tornándose la luz grisácea y dándole un nuevo aspecto a la selva. Allí estuvimos, bajo resguardo de los toldos hasta que después de no sé cuanto tiempo, dejó de llover de forma tan instantánea como empezó. Por otro lado tendríamos la oportunidad de dormir secos otra noche.
Cuando me disponía a recostarme en mi hamaca, vi a lo lejos un extraño reflejo; lo situé al otro lado del río. No podía dar crédito a lo que “podrían” estaba estar viendo mis ojos. Todos estábamos de acuerdo: aquello que estábamos viendo era la luz de un fuego, en algún lugar al otro lado del río. Se veía lejano, pero al mirar más detenidamente con mi catalejo, pude observar como, en efecto, se trataba de una fogata, señal inequívoca de la existencia de indígenas en aquel lugar. Solo quedaba intentar contactar con ellos y ver si eran pacíficos o no. Tras una larga conversación con mis capitanes, por fin, pude retirarme a descansar.
Por la mañana y una vez recogido el campamento, iniciamos el camino hacía el río. Desde donde nos encontrábamos, no parecía mucha la distancia a recorrer, pero imaginaba que una vez en plena selva, no importaría tanto la distancia, sino las complicaciones para recorrerla y, esta vez con la dificultad de la necesidad de llevar el armamento dispuesto por si acaso.
La bajada fue un verdadero calvario. La oculta y exagerada inclinación del terreno, hacía resbalar a los hombres con sus pesadas cargas, y esto sin hacer referencia a la artillería y caballos, porque ésta sí que fue complicada. Lograr bajarlo todo nos costo dos días completos de duro trabajo, pero, al fin, lo teníamos todo abajo.
Allí mismo pasamos la noche, preocupados y alertas por lo que pudiese acontecer. Al iniciar la jornada, comprobamos que allí había mucho más trabajo del que habíamos imaginado. Comparado con la marcha que nos esperaba, la anterior nos pareció un paseo, pero había que comenzar por algún sitio. Así pues, allí mismo, empezamos con toda la paciencia del mudo a cortar ramas a rama, para ir abriéndonos camino. Resultó ser mucho más difícil de lo que ya pensábamos, porque, al terminar la primera jornada, y para nuestro pesar y desánimo, sólo habíamos avanzado unas cuantas leguas12.
Con el transcurrir de los días, los hombres iban cogiendo práctica en eso de cortar ramas y cada día avanzamos un poco más rápido hacia nuestro destino. El recorrido no dejaba de asombrarnos a cada paso, la variedad de flores nuevas era interminable, sus coloridos resaltaban con gran belleza entre el intenso verdor de las plantas, como si se resistiesen a fundirse con el resto, fuertes, bellas y desafiantes. En un primer momento pensé en catalogar todas aquellas nuevas flores y plantas, pero mi misión era militar y no botánica, muy a mi pesar.
Para mis hombres pasaban desapercibidos estos detalles, ellos habían sido educados únicamente para lo militar y unido al enorme cansancio, era más normal que no repararan en “florituras”. Estaban todos locos por llegar al río y descansar un par de días tal como les tenía prometido para recuperar algo de las fuerzas perdidas. Jamás recuerdo que se quejaran de nada, ni que pusieran impedimentos de ningún tipo no me había equivocado a la hora de elegirlos y estaba seguro de que me responderían en todo momento.
De repente pillándonos desprevenidos, oímos un grito y otro. Nos quedamos paralizados, hasta que por fin reaccionamos, al darnos cuenta de lo que realmente estaba sucediendo: nos estaban atacando. Inmediatamente abrimos fuego con todo que teníamos a mano, gracias a Dios, al escucharnos, salieron corriendo como locos, señal inequívoca de que era la primera vez que escuchaban y veían armas de fuego. Por desgracia tuvimos nuestra primera baja, falleciendo uno de los ballesteros a causa de un impacto directo en el cuello de una de esas pequeñas fechas envenenadas. Del mismo modo, a causa de las carreras para ponerse a cubierto, hubo dos heridos mas graves, uno en el brazo izquierdo y el otro en el muslo izquierdo, sin que fuesen demasiado importantes las demás heridas sufridas por algunos de los hombres.
Lo que si comprobamos con satisfacción, fue el resultado de los petos metálicos. Este hecho nos tranquilizó al saber que disponíamos de alguna defensa contra estos ataques. Para hacernos realmente daño, tendrían que acertar justo en el cuello, o en la cara, y para ello también encontraríamos una solución.
A partir de ese momento la situación iba a ser distinta ahora tendríamos que ir con la armadura puesta, el mayor tiempo posible con el engorro que esto suponía ya que estaríamos amenazados de forma permanente por algún nuevo ataque con métodos parecidos al ya empleado.
De todas formas reuní a la plana mayor de mis oficiales, con el fin de entre todos, tomásemos las medidas más oportunas para nuestra seguridad, hasta que llegásemos al río. Una vez allí descreeríamos la forma más conveniente de acometer nuestro próximo objetivo.
De ahora en adelante, siempre llevaríamos cinco arcabuceros en cabeza, formando una cadena donde uno a uno y sin perderse de vista, protegerían a los que habrían el camino cortando con sus machetes toda planta que entorpeciera la marcha. De esa forma, si nos atacaban por la vanguardia, nos daríamos cuenta rápidamente y podríamos reaccionar. Sin embargo éste no era mi mayor preocupación; creí que si nos atacaban, sería por la retaguardia, si no teníamos cuidado, podrían ir eliminando poco a poco y casi sin darnos cuenta. Con esta idea, ordené que en la retaguardia fueran siempre agrupados, sin dejar a nadie sólo en la cola, para evitar que lo matasen sin percatarnos. En este punto estuvo todo el mundo de acuerdo e intentaron cumplirlo “a rajatabla”.
El camino se hacía cada vez más tenso. Todos teníamos la impresión de que, en cualquier momento, nos iba a suceder algo, por la “extraña” tranquilidad reinante a nuestro alrededor. Quizá, en el fondo, teníamos la esperanza de que, después de la reacción que tuvimos con las armas de fuego, no osarían atacarnos. Los caballos iban a un paso tranquilo, cargados de bultos; su uso en la selva, nos resultaba de vital importancia para el transporte, pero, dudábamos mucho de su rendimiento en combate, por el espesor de la vegetación. La comida, tampoco era un problema para ellos, diariamente, se daban “atracones” de verde hierba y, como el agua no nos faltaba, el mantenimiento de los mismos, resultaba barato y fácil. Las pequeñas piezas de artillería eran otra historia, pesaban como demonios y, gracias que, entre los caballos, traíamos algunos mulos que iban tirando de ellos, como podían. Teníamos que limpiar los cañones continuamente, para evitar su oxidación por la humedad reinante.
El camino se hacía interminable, los días pasaban tranquilos, pero llenos de trabajo. Teníamos la sensación de estar dando vueltas y vueltas, ya que por la distancia y por el tiempo empleado, tendríamos que haber llegado al río.
En vista de que no da vamos con él. Decidimos destacar unos hombres para que avanzaran más rápido e intentaran llegar al río. Los hombres dispondrían como máximo de una semana para encontrarlo; pasado este tiempo sin resultado, regresarían sobre sus pasos, para modificar el rumbo y en caso de encontrarlo, dejarían allí la mitad de los hombres; regresando el resto para indicarnos el camino correcto.
Al amanecer partieron, según lo indicado, una treintena de hombres. Al despedirnos, les deseamos toda la suerte del mundo, ya que la muestra dependía directamente de la suya. Si éstos volvían sin encontrar el río. Tendríamos que enviar a otros en distinta dirección, y si estos fallaban también, tendríamos que regresar con algunos hombres a la cumbre de la montaña, para intentar orientarnos y, desde allí, enviar las órdenes necesarias para corregir la dirección.
Nuestro gran problema de orientación se debía a que no sé por qué extraño fenómeno, los instrumentos funcionaban, y las copas de los árboles eran tan altas y frondosas que era prácticamente imposible orientarnos con las estrellas. Por ello, teníamos que montar las incómodas expediciones de reconocimiento. Esa noche no pude pegar ojo pensando en el problema que teníamos con la orientación y en la suerte que estarían corriendo los hombres que habían partido. Pero en el fondo tenia la seguridad de ir por buen camino. Decidí quedarnos allí acampados y descansando unos días, en espera de noticias de la expedición. Los hombres estaban cansados de cortar y cortar sin resultado y sin la certeza del ir en la dirección correcta, siendo éste el motivo del insomnio colectivo que padecíamos. Esperaba que el descanso nos relajara a todos un poco y repusiéramos las fuerzas necesarias para continuar.
Al tercer día de su salida, ya estaban de regreso los hombres de la expedición con la buena nueva: habían encontrado el río. Este estaba a tan sólo uno o dos días de camino, ellos habían empleado sólo uno en el regreso, gracias a que el camino ya estaba limpio de plantas.
De inmediato organizamos todo el campamento, recogimos todo lo más rápido posible. Saldríamos ese mismo días, sin más espera, porque cuando estos hombres llegaron, era aún temprano y quería aprovechar el tiempo ahora que sabíamos donde íbamos. Al anochecer, los hombres querían seguir marchando, pero me negué a ello y ordené descansar; nos daba igual llegar un día más tarde, reflexioné más tranquilo, y de ese modo llegaríamos más enteros.
En efecto, a la mañana siguiente, empezamos el trabajo con gran animo esperando llegar ese mismo día y no tener que esperar al siguiente. Con este ánimo, la gente empezó a forzar la marcha con el mayor brío que jamás los había visto, parecía que habían empezando el camino hoy mismo. A eso de la media tarde fue cuando, entre los árboles, apareció por fin el río.
_____________________________________________________________
11 Luis de Uría Capitán de intendencia
12 La legua es una medida de longitud que expresa la distancia que una persona a caballo puede avanzar en una hora que va de 4 a 7 km más o menos

No hay comentarios:

Publicar un comentario