martes, 21 de abril de 2009

VII PERDIDOS


VII PERDIDOS

Una vez todos embarcados, zarpamos sin la menor pérdida de tiempo. Confiábamos en que el camino de regreso sería mucha más llevadero, pero pronto tuvimos motivos para cambiar de opinión, porque, de repente, y cuando más confiados estábamos, empezó de nuevo un ataque desde ambos márgenes del río.
Esta vez sí que nos cogieron totalmente desprevenidos, no teníamos ni remota idea de quiénes pudieran ser nuestros agresores. Sin tiempo para pensar, reaccionamos de forma tan instintiva como violenta. En un instante, cañones, arcabuces y ballestas se cruzaban en el aire con las flechas de los indígenas, a un ritmo frenético, no dejando lugar para el miedo. Así continuamos, no recuerdo cuanto tiempo, lo que sí recuerdo bastante bien, fue con la violencia que se desarrollo.
Cuando acabó, el aspecto o más bien el “espectro” de nuestra visión, volvió a ser fantasmagórico: los márgenes del río, totalmente devastados, cuerpos de indígenas flotando en el agua, animales, árboles enteros, peces muertos… un paisaje, en fin, digno del anunciado fin del mundo. Lo más angustioso para nosotros, fueron las elevadas bajas que sufrimos. Había cuerpos flotando, tan lejos ya de nosotros, que jamás pudimos dales alcance para su digna sepultura, pero lo peor estaba aún por suceder. Con tanto ajetreo, no nos dimos cuenta del curso que seguimos y, cuando quisimos darnos cuenta, fue demasiado tarde; Estábamos perdidos.
Recuerdo que una vez, de pequeño, que una vez me perdí jugando con mi hermano Luis; no supe encontrar el camino de regreso a casa y pasé toda la noche solo en el campo, pero, aunque pase mucho miedo siempre tuve la seguridad de que me encontrarían o encontraría el camino de regreso, así fue.
Lo que sí me preocupaba y mucho, era la cantidad de heridos que teníamos. El tirar de las barcazas, orientarnos, defendernos y cuidar de los heridos, me parecía demasiado trabajo, para los pocos hombres “completos” que quedábamos, aunque, eso sí, siempre habíamos salido adelante y esta vez también teníamos la seguridad de conseguirlo.
Una vez pasado y recuperados del susto, hicimos recuento de bajas: en total, cuarenta y seis. Aquello supuso un gran desastre para nuestra moral, había desaparecido la mitad de la expedición y el resto, estábamos cansados y maltrechos por alguna que otra herida.
Atracamos junto al margen izquierdo del río, para dar cristiana sepultura a los cuerpos que pudimos recuperar del río. Como siempre, alguno de nosotros, se encargó, lo mejor que supo, de los oficios religiosos. En aquellos momentos, nos acordábamos de los sacerdotes que, en estos casos, también saben reconfortar, pero después de lo sucedido con ellos mejor solos que…
Tras el entierro. Y creo era lógico, reuní a los pocos oficiales que me quedaban, Juan Luis Blasco (capitán), Pedro de Azcoitia (capitán) y José Chávez (este último me fue recomendado por una noble familia de Trujillo, para que lo formáramos en las armas). Pepe Chávez, era un joven de muy buena familia, algo alocado y ¡como no! perdido por las mujeres. Creo yo que de disponer de varios como Pepe, mezclábamos nuestra sangre con tal rapidez que, en un par de generaciones, todos mestizos. Bebía como un cosaco, era el primer catador de cuantos licores y alimentos extraños nos encontrábamos por el camino –lo que, de vez en cuando, nos traía algún problema con su estómago-, pero como compensación, no conocía el miedo, su fidelidad indiscutible y su discreción sin limites.
Llevaba algún tiempo observándolo, por lo que, en vista de la falta de oficiales y pese a su juventud, le nombré capitán, debiendo asistir a cuantas reuniones de oficiales convocara, lo cierto es que quedaban casi más oficiales que peones.
En la siguiente reunión, discutimos sobre la situación en la que nos encontrábamos; los puntos que acordamos se pueden resumir del modo siguiente, según creo recordar: nos reagruparíamos todos en una sola barcaza y continuaríamos dejándonos llevar por la corriente del río, hasta encontrar algún rellano lo bastante amplio, como para levantar un campamento y reorganizar desde allí el posible regreso a casa…. No sé que daría ahora por dormir en cualquier de los cuartuchos de alguna de las marmotas de mi casa en España.
Como pudimos, reanudarnos la marcha por el cauce, agrupando tanto material, como hombres y pertrechos, en la primera barcaza, por ser esta la más amplia de las que disponíamos. Apostados sobre el parapeto que construimos, con todo lo que pudimos utilizar, vigilábamos con los ojos puestos en los árboles, atentas al menor movimiento, escarmentados por la lección aprendida. Parecía que el peligro había pasado.
Al cabo de dos días, vimos como nos acercábamos a un enorme rellano que apareció por el margen derecho. Al llegar a él, pudimos ver su extensión: parecía perfecto. En ese mismo instante, iniciamos la construcción del campamento. En varias horas estaba todo instalado, gracias a la inestimable colaboración prestada por los pocos Güajis que quedaron con vida quienes se mostraron con las herramientas tan hábiles como con las armas.
De todos los Güajis que llevábamos, tan solo quince sobrevivieron al ataque. Yo me pregunté si quizás ellos conocieran algo de los indios que nos atacaron, e incluso supieran como volver a nuestro poblado; pero por el momento tal opción era difícil ya que ninguno de nosotros conocíamos su dialecto. ¡lástima que el tal Juan López, el que nombré capellán provisional, cuánta desdicha me traería posteriormente este término, fuera uno de los primeros en morir, porque, según recuerdo, se las arreglaba bastante bien para comunicarse con los indígenas.
No se cuanto tiempo estuve durmiendo, pero bastante, y como yo la mayor parte de los hombres, hasta los indígenas cayeron en un profundo sueño, del que despertaron bastantes horas después de yo lo hiciera. Entre los Güajis, se encontraba una joven de extrañ belleza, cuyos ojos no dejaban de seguir los míos durante todo el día. Al principio creí que quizás se debiera a lo extraños que, para ella, serían mis formas, armaduras, lenguaje y no se que cosa más, pero, poco a poco, me fui dando cuenta de que debía de ver algo más, porque, todo lo anteriormente mencionado, también lo podría observar en cualquiera de los otros oficiales. Por otra parte, no le dí demasiada importancia, tratándose de una indígena que hasta ese día había pasado desapercibida del todo.
Yo, que por mi mando podría estar con cualquier indígena, sin más motivo que el que me gustase en este momento, con Mussi, que así se llamaba no me atreví. Sentía tal respeto que ni mantener la mirada fija en ella podía. Su padre era uno de los más viejos y aguerridos Güajis. Su captura fue del todo fortuita: al intentar escapar con su familia, cuando ya no había salida posible, se encontró ante mi y mis hombres. Por fortuna para todos, aquel indígena fue lo suficientemente inteligente y no opuso resistencia. Huía con su mujer y cuatro hijas, la mayor de ellas era la referida.
Pensábamos en como salir de allí, para no terminar siendo exterminados por las distintas tribus, que deberían de existir por la zona, a juzgar por los innumerables ataques que recibíamos, o peor aún, perdidos para toda la vida. Lo único que teníamos claro era la imposibilidad de continuar por el río, a la vista del estado de la barcaza y de la poca gente que quedaba para arrastrarla y defendernos al mismo tiempo. Lo mejor sería intentar continuar nuestro regreso por tierra, utilizando nuestros acostumbrados medios, normas y técnicas que tan buenos resultados nos dieron al comienzo de la expedición.
Día a día, intentábamos orientarnos hacia algún lugar: unos días salíamos hacia el Norte, otros hacia el Este, y así de forma sucesiva, buscando algún punto de referencia. Un árbol más alto que los demás o alguna milagrosa montaña desde la que pudiésemos solucionar nuestro problema. Pero nada, por allí, nada había que nos ayudara y tras varias semanas de cansinos viajes, decidimos reunirnos otra vez y optar por alguna solución mucho más drástica y lógica para nosotros: saldría un grupo de hombres al mando de Pedro de Azcoitia, para ir abriendo camino y tras él, con varias jornadas de diferencia el resto.
Los primeros deberían ir dejando claras huellas para su fácil seguimiento pero a la vez discretas, para no dejarnos en evidencia ante cualquier indígena. La señal convenida fue hacer señales en los árboles que solamente nosotros sabríamos interpretar, y lo único que se nos ocurrió utilizar como clave fue algo que no fuese reconocible por ningún indígena, el puro y simple castellano; nos dejarían en nuestra lengua los mensajes, grabadas sobre los troncos de los árboles del camino.
Pedro de Azcoitia partió, con sus hombres, nosotros, mientras tanto, nos dedicamos a preparar la marcha tras ellos ¡lástima del trabajo realizado en el campamento, pero, el comportamiento humano es tan extraño, cuando está el miedo presente!
Esa primera noche sin nuestros hombres, no acabábamos de terminar la tertulia, divagando sobre como saldríamos de aquella difícil situación, sin pender en ningún momento la seguridad de salir de alguna forma de aquel atolladero. Después de ordenar (de forma tajante a todos que se retiraran a descansar, emprendí una ronda por los puestos de guardia, comprobando personalmente que todos estaban en sus respectivos lugares, bien despiertos y atentos a cualquier contingencia.
Cuando me dirigía finalmente a mi tienda, observé, como el contorno de Mussi, se recortaba en la luz producida por una casi extinta hoguera. Creí no ser visto, pero, al empezar a caminar, sentí como ella me seguía con su mirada. yo, por si acaso, ralentice mi paso, estiré lo que pude mi figura y recompuse mi desvanecida majestuosidad, hasta llegar al interior de mi tienda, en el que caí dormido, pensando en lo estúpida y ridículamente que podemos comportarnos en presencia de una mujer, por muy indígena que esta sea.
No iba a acabar ahí la noche, porque, cuando empezaba a conciliar el sueño, sentí como alguien tocaba mis botas, cogí mi estilizado florete y, de un salto, combinado con una tremenda patada a mi atacante, logré ponerme en pie, descubriendo que mi agresor, no era otra que Mussi.
Una vez recuperada del mal rato, se levantó, se acercó a mí, me quitó el arma de la mano, se reclinó sobre el camastro y empezó a despojarme una a una de mis ropa hasta dejarme desnudo por completo. A continuación, conmigo ya en el catre, comenzó a quitarse la poca ropa que llevaba puesta. Una vez los dos cuerpos desnudos, nos entregamos con tal fuerza al amor que, sin darnos cuenta, caímos al suelo arrastrando tras nosotros el enorme palo que sujetaba el techo de la tienda, que nos cayó encima, con el lógico estruendo, Nadie se atrevió a molestarnos.
No quise darle la mayor importancia al hecho acaecido, pero eso sí, la gente me miraba de reojo, con cierta sonrisa irónica en sus labios. Mussi, volvió con sus padres, quienes me miraban con una estúpida, pero graciosa sonrisa. Ordené reconstruir mi tienda, lo que realizaron mucho más rápidamente de lo previsto. El único que me hizo un comentario jocoso, fue Juan el cocinero, con un “Señor, anoche tuvimos tormenta por lo menos un trueno escuchamos”. Lo ignore como si no hubiese escuchado.
Llegado el momento y tal como acordamos, recogimos los enseres y nos dispusimos a emprender la marcha tras las huellas de Azcoitia, de quien para bien o para mal, nada sabíamos desde su marcha. Dios dispondría. Nos adentramos en la jungla, con toda la precaución y miedo imaginable.
En cabeza iba Blasco, buscado e interpretando las señales de Azcoitia; tras él, el resto de los hombres, los Güajis y yo. En la cola, se dispuso un turno de vigilancia, en el que se iban relevando los hombres que ocupaban el último lugar, por el peligro que ese lugar suponía. Lo que más temía, era el daño que nos hacían los certeros dardos que, con tanta puntería, lanzaban desde los árboles contra nosotros y, como eran tan venenosos, daba igual en que parte del cuerpo impactaran, por el efecto que producía el veneno por nuestra sangre, que por lo general, excluyendo algún que otro milagroso caso, era fulminado de forma inmediata.
Aconsejé a mis hombres, que protegieran la mayor parte del cuerpo, utilizando para ello nuestro uniforme completo: armadura, con guantes, botas, y sobre todo, y muy importante, por pesada y desagradable que fuera, la malla que nos cubría todo el cuerpo, ya que esta actuaría como caparazón, disminuyendo nuestras posibilidades de ser alcanzados por los dardos.
El primer día de marcha, pasó lenta y monótona hasta que llegó la noche y el descanso. A los despertados, observamos con horror, como cinco de nuestros hombres, habían sido degollados, dentro de sus propias tiendas; matanza que se desarrolló delante de nuestros ojos y sin que absolutamente nadie, se percatara de ello.
De forma inmediata descartamos la posibilidad de un ataque durantela primera noche, con la guardia redoblada y teniendo todos los nervios de punta. Nos pareció imposible, la única posibilidad lógica que encontramos fue que este acto criminal se hubiera producido por alguien de dentro de nuestro propio campamento. La decisión fue rápida y contundente: menos a Mussi, a quién puse bajo mi responsabilidad personal, fueron ejecutados todos los Güajis.
En sus ojos, se reflejaba todo el odio posible, no tenía dudas en cuanto a que, en cuanto dispusiera de la menor oportunidad, intentaría acabar con mi vida, como me advirtió Blasco, pero a pesar de todo, quise correr ese riesgo.
Me aterraba pensar en tanta muerte como llevábamos encima. De acuerdo que íbamos en nombre del Emperador, que es igual que ir en nombre del Santo Padre, pero ¿hasta qué límite estaba todo esto justificado?. Que número de muertes, en su nombre, nos perdonaría Dios. En mi interior, algo me decía que no nos perdonaría ninguna de ellas.
Cuando luchábamos contra ejércitos turcos o de donde fueran, intentábamos respetar unas mínimas leyes de caballerosidad, pero cuando indígenas se trataba, se nos permitía cazarlos como conejos. ¿Por qué no intentamos al menos juzgar a los Güajis, en vez de sentenciarlos y ejecutarlos sin darles el mínimo derecho a defenderse?. Eran tantas las dudas, que empezaba a dudar de mis propios principios. De igual modo dudaba que me pudiera mantener razonable ante los problemas que, tanto ahora, como en el futuro se presentarían.
A medida que avanzábamos, la jungla se iba haciendo cada vez más espesa y oscura, debido a la frondosidad y altura de los árboles. El ruido era en algunos momentos ensordecedor, por la cantidad de aves y pájaros, que por allí existían, ignorando al resto de los seres incluidos a nosotros que seguro, éramos los únicos extraños allí. Todo aquel paisaje se estremeció, llegando a inhibirse de los problemas que me rondaban por la cabeza y centrarme en el presente, había algo en ese lugar que no me gustaba.
Podía haber sido un presentimiento, sin embargo desgraciadamente, se hizo realidad; tras cruzar uno de los diminutos, pero, numerosos riachuelos, en un pequeño rellano, fuimos nuevamente atacados con innumerables fechas envenenadas. Por muy gruesas que fueron nuestras mallas, más finas y filtrantes eran estas. Sin tener donde ocultarnos, vi, desde el suelo como iban cayendo hombre tras hombres. Inmóvil por el terror, no sentí sobre mi armadura, el peso de Mussi, que se había arrojado sobre mí, protegiéndome con su cuerpo. Sin saber por que extraño milagro, ni a ella ni a mí, consiguieron alcanzarnos. Creo que entre los indígenas hay mucha más inteligencia y humanidad que entre nosotros ¡supongo!, ya que estaba más que claro que no quisieron matarnos, quizás por respeto a mi brillante y deslumbrante armadura, o por ser Mussi mujer e indígena, pero eso no lo sabría jamás.
Cuando estuve totalmente seguro de que mis atacantes se habían marchado, me levanté y mire uno a uno todos los cadáveres de mis amigos. Cada uno tenía varias flechas clavadas en su cuerpo a través de la malla. Ni quise ni pude enterrarlos, entre ellos al capitán Blasco, amigo desde la infancia, que se prestó a esta misión al enterarse que iba yo y no mi hermano Luis, de quien tanto me acuerdo y hecho de menos en estos tristes y desagradables momentos, rodeado de tanta muerte.
Sin mirar atrás, comencé a correr en busca de Pedro de Azcoitia. Me disponía a encontrarlo y regresar con sus hombres a dar sepultura a estos y averiguar quienes habían sido esta vez. Por más que corrí y busqué, no pude encontrar a Azcoitia. Aún ahora, después de tanto tiempo, ignoro que les paso, ni donde acabaron con sus vidas. ¡Que Dios se haya apiado de ellos!.
Solo con la única compañía de Mussi, emprendí el regreso al poblado, pensé hacerlo andando, pero, ¿cuanto duraríamos en aquel ambiente Mussi y yo? Decidimos ir al río y dejarnos llevar por la corriente hasta llegar a algún lugar o por el contrario, acabar en él nuestras vidas.

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