lunes, 20 de abril de 2009

III RIO ARRIBA


III RIO ARRIBA

Cuando llegamos al río, lo primero que me impresionó fue su magnitud: ¡era enorme!. Más que un río, parecía un lago, el otro lado se veía lejano. Su color, gris plata muy intenso, tanto que era imposible ver algo en su interior: parecía opaco. Su movimiento era tan inapreciable que era difícil adivinar el sentido de la corriente.
La primera decisión fue subir por el río, aprovechando su bondad. De esa forma nuestro avance sería muchísimo más rápido, aunque algunos opinaron que sería más cómodo aprovechar la corriente del río y dejarnos arrastrar por ella el máximo tiempo posible, ya que su desembocadura estaría bastante lejos de allí, pero esa opción nos llevaría de nuevo al mar.
Empezamos la construcción de barcazas lo suficientemente grandes, como para que en cada una cupieran cincuenta hombres, unos diez caballos y algunos cañones. Las balsas irían protegidas por un parapeto de madera, en previsión de algún hipotético ataque desde la orilla, por muy distante que ésta estuviese del centro del lecho, por donde navegaríamos, con la intención de mantenernos siempre, lo más alejados posible de ella.
Las balsas iban unidad mediante dos cabos por banda; uno servía para mantener a la distancia correcta, tanto a la barcaza que precede como a la que sigue, al estar este cabo fijado a ambos costados de la barcaza, y el otro cabo, fijado a la primera y última barcaza, deslizándose entre ellas, a través de pasadores. Este segundo cabo, servía para que por él se desplazaran pequeñas barcas, encargadas de enlazar las barcazas.
El gran problema que nos planteaban las barcazas era cómo desplazarlas contra corriente y para resolverlo, ideamos dos métodos; el primero y cuando el terreno nos lo permitiese, seria utilizar los caballos como remolques, mediante cuerdas, que unirían con la barcazas. Este método sería el más rápido, pero a la vez, el más peligroso por quedar al descubierto, en caso de ataque, hombres y caballos. El segundo método, consistía en empujar las barcazas mediante la utilización de largas pértigas; este método era mucho más lento que el primero, pero a su vez, resultaba más seguro.
Con este sistema, las barcazas se impulsaban de forma autónoma, intentando mantener la distancia para no forzar las cuerdas de unión, y todo este trabajo, sin saber hasta cuando podríamos utilizar el río para desplazarnos. En cualquier momento la corriente podría aumentar, hasta hacernos imposible continuar por él. Pero, si estaba en lo cierto, después de lo visto desde lo alto del monte, donde se observaba la enorme distancia que recorría el río de forma pacífica, podríamos avanzar un largo trecho de camino sin mayores complicaciones. Eso esperábamos todos, porque, la idea de volver a cortar ramas y soportar humedades, no nos gustaba a ninguno, y menos a mí, que estaba bastante cansado. Cuando zarpamos río arriba, el Padre Jesús, nos “regaló” una larga y pesada misa, rogando por nosotros; misa que soportamos con resignación, previendo males mayores, ¡Cualquiera hubiese aguantado al padres…!
Yo me acomodé en la segunda barcaza, me habían construido una caseta, con tal esmero, que no faltaba detalle en ella: sillas, mesas y un camastro “confortable”. Sorprendente, por el poco tiempo que tardaron en hacerlo.
El día era bueno, el cielo estaba despejado y como siempre hacía bastante calor. Los animales empezaron a tirar de las balsas; les costó empezar a arrastrarlas, pero, una vez en movimiento, el trabajo resultaba bastante más fácil.
El primer día de navegación fluvial, transcurrió en el más profundo aburrimiento. Al llegar la noche, recogíamos los cabellos y amarrábamos los cabos a los árboles más grandes que encontramos, para evitar ser arrastrados por el río. Reuní a los oficiales en mi barcaza para cenar, mientras comentábamos las incidencias de la primera jornada y organizábamos la siguiente.
Señor, creo que sería bueno que algunos hombres se dedicaran a pescar, para comer pescado fresco de vez en cuando, me comentó Juan el cocinero.
¿Por qué no?, pero… tened cuidado con las especies que apreséis por si no fueran comestibles. Por cierto, Juan de víveres, ¿Cómo andamos?.
¡Bien!. Tenemos de todo en buena cantidad: además, los hombres suelen comer bastante fruta fresca, con el consiguiente ahorro, muy bueno.
Ya lo sé, la he probado.
Terminada la reunión, nos retiramos a descansar. Al tercer día de navegación fluvial, sobre el mediodía, me avisaron de un posible avistamiento en la orilla derecha, sin haber podido apreciar que era. Sin darle demasiada importancia, nos pusimos en alerta, por si acaso.
Más tarde o más temprano, estos indígenas tendrían que dar señales de vida. Así, a la mañana siguiente, vimos aparecer a bastante distancia, cinco canoas, ocupadas con siete u ocho hombres cada una, que se mantenían siempre a la misma distancia. Al intentar acercarnos, ellos aceleraban su ritmo y desaparecían durante un buen trecho del río.
Como era imposible acercarnos a ellos, decidimos continuar a nuestro aire y esperar que fuesen ellos quienes tomaran la iniciativa. Ya se acercarían cuando quisieran. Por otro lado, este tema me tenía particularmente preocupado; pasaban los días sin que nada cambiara. Empezaba a sospechar que nos estaban preparando alguna “Fechoría”.
No tardamos mucho en confirmar nuestro temor: dos días después comprobamos que los indígenas habían desaparecido. Este hecho terminó poniendo nerviosos a todos; recogimos a los hombres y caballos de tierra, y continuamos río arriba empujando las barcazas con las pértigas preparadas para ello. En previsión de sorpresas, dispusimos las armas, parapetamos los costados de las barcazas y orientamos los cañones hacia los puntos que creímos más estratégicos, permaneciendo en espera de acontecimientos.
Transcurrieron varias horas sin que diesen la mínima señal, para desesperación de los hombres. Ordené disparar varias salvas de advertencia, antes de bajar la guardia, con la intención de mantener a raya a los posibles atacantes. El estruendo de los cañonazos, retumbó en toda la selva, los impactos sobre los árboles, hicieron caer varios sobre el lecho del río, agitando el agua, con tal fuerza que movieron las balsas hasta romper alguna que otra cuerda. La primera experiencia fue negativa: tendríamos que tener muchísimo cuidado con el uso de los cañones, utilizándolos solo cuando fuese imprescindible.
Volvimos a enviar hombres y caballos a tierra - no podíamos estar permanentemente en tensión -; empezando a tirar de nosotros, aunque, cada vez, con mayor dificultad, por la pequeña franja que quedaba entre los árboles y la orilla del río. Al caer la tarde nos reunimos para comentar las incidencias; estábamos fracasando estrepitosamente, nosotros teníamos la fuerza y sin embargo, estábamos escondidos y temerosos de los indígenas; teníamos que retomar la iniciativa. Deberíamos atraer su curiosidad, para hacerles acercase a nosotros, sin demasiado peligro para ninguno, pero, tendríamos que pensar como lograrlo, y en eso empleamos la tarde hasta que la noche se nos hecho encima.
Pensamos en principio, que bastaría con un poco de fuego de artificio con unas cuantas bengalas traídas desde la china por comerciantes venecianos, pero decidimos que era una lástima utilizarlas para esto, dejándolas para una verdadera urgencia. Otra forma de intentarlo sería mediante la utilización de espejos. Si formábamos algunos ángulos, de modo que el sol se reflejara sin ellos, y con el movimiento de las barcazas, lograríamos producir unos haces de color sobre los árboles, idea ésta que desechamos, por considerarla de dudoso resultado, comparado con el trabajo que conllevaría montar el sistema de espejos.
Al final, decidimos no hacer nada, esperaríamos a que aparecieran de nuevo; ya resolveríamos el problema cuando surgiera. No sé cuándo tiempo transcurrió, hasta que aparecieron de nuevo. Un par de canoas se vieron a lo lejos, como siempre, a distancia suficiente para su seguridad. En una de las pequeñas balsas de las que utilizábamos para comunicarnos entre las barcazas mayores, partieron un grupo de hombres totalmente desarmados, llevaban con ellos todo tipo de curiosidades (espejos, cuchillos, telas, cuentas)
Esta vez, - no sé cómo -, lograron situarse a su lado, empezaron a dialogar con ellos, y poco después observamos cómo se pasaban a las canoas de los indígenas tres de los cuatro hombres, para a continuación, desaparecer con ellos río arriba, seguidos del cuarto hombre, ayudado por otros dos indígenas que se habían pasado a la barcaza.
Este hecho, nos dejó a todos paralizados, sin saber cómo reaccionar. Allí esperaríamos durante todo el día. Si a la siguiente mañana no teníamos noticias de ellos, partiríamos en su búsqueda, todos los hombres tenían instrucciones para estos casos, debiendo dejar señales para su fácil seguimiento y, sería lógico que estos hombres cumplieran sus órdenes al pie de la letra, sin embargo esto estaba por ver; solamente nos quedaba esperar a que amaneciera para ver qué ocurría.
Tardaríamos poco en salir de dudas, como temíamos. No volvieron y tuvimos que salir en su búsqueda. Esta vez partió una barcaza grande con cincuenta hombres a bordo, bien armados, por lo que pudiese ocurrir, y conmigo al frente. Avanzábamos muy lentamente, buscando alguna seña de ellos, sin resultado alguno hasta que vimos llegar flotando el casco de unos de los hombres. Esto nos alarmó, aunque pensamos que se le podría haber caído, intentando restar importancia al hecho. Más tarde se confirmaría la sospecha: el cuerpo sin vida de uno de los hombres, bajaba flotando río abajo. Estaba lleno de golpes, señal inequívoca de haber sido torturado, lo que aumentó nuestro temor y desconcierto.
De inmediato, tomamos las medias de seguridad oportunas, que consistían en permanecer parapetados, con las armas siempre a mano y los cañones dispuesto para abrir fuego en cualquier momento. La búsqueda del resto de los hombres, se tornó triste y tensa, pendientes de cualquier movimiento extraño. Tanto fue así que la caída de la rama de un árbol, ocasionó que la mayoría de los hombres abriesen fuego sin mi permiso; y por disparar, hasta los cañones dispararon. Aquello fue un caso de histeria colectiva e intenté aprovechar la ocasión para arengar a los hombres y “meterlos en cintura”.
No teníamos que estar tan nerviosos, ya que éramos superiores, nuestro peor enemigo eran precisamente nuestros temores e indirectamente, los indígenas estaban aprovechando extraordinariamente bien el desbarajuste.
El paisaje – como siempre – era impresionante, había lugares en que aunque la anchura del río era grande y las orillas amplias como las copas de los árboles se entrelazaban entre sí, consiguiendo un efecto increíbles nos parecía ir navegando por un túnel vegetal.
Lo que más me preocupaba, por los daños que nos podrían ocasionar, era la posibilidad de una emboscada desde los árboles. Esa mañana, en previsión de lo que pudiese pasar, me puse la armadura nueva que me regaló mi padre antes de partir. Era muy bonita, dorada y con repujados en plata, y para colmo, bastante cómoda; se sujetaba mediante un revolucionario sistema de correas, que hacía muy fácil. El complejo proceso de quitar y ponerse la armadura, comparado con el de las clásicas era preferible dormir con ella, a quitársela.
De nuevo aparecieron en el horizonte dos canoas repletas de indígenas, con la misma actitud que las anteriores. Esta vez envié una barcaza con hombres armados con arcabuces y ballestas, ellos no se movieron creyendo que nuevamente caeríamos en la trampa. Al llegar a su altura, abrieron fuego librándose sólo uno de los indígenas para que regresar a su poblado y contara cuáles eran nuestras propuestas de negociación, si volvía a ocurrir lo del hombre que recogimos del agua, aún a riesgo de perder a los otros que tenían en su poder, en caso de seguir con vida.
El río, de repente, empezó a agrandarse y amansarse aún más, obligándonos a recoger los caballos e impulsarnos con las pértigas. Nos adentramos en lo que parecía un lago de grandes proporciones, tanto que no se distinguían sus límites, teníamos la impresión de estar navegando en mar abierto.
Nos propusimos continuar por él, hasta llegar al otro lado para una vez allí, empezar con la búsqueda del poblado indígena. Transcurridos dos días, llegamos por fin a la orilla opuesta, la extensión del terreno existente entre el margen y el comienzo de la selva, era exageradamente grande, atracamos allí las barcazas y montamos un pequeño campamento en tierra.
Al amanecer, nos dispusimos a bordear el lago en busca de la continuación del río y de señales que nos pudieran indicar la localización exacta del poblado. Esta vez – para regocijo de todos - , marchábamos a caballo, para aprovechar las ventajas de estos en caso de producirse un ataque.
En total, partimos cincuenta hombres, llevando con nosotros la mayor cantidad posible de armamento y víveres, al no saber el tiempo en que emplearíamos en esta misión. El resto quedó acampado junto a las balsas en espera de nuestro regreso.

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