martes, 21 de abril de 2009

VI LOS GÜAJIS


VI LOS GÜAJIS

Tras el desastre acontecido a González Ledesma, y en vista del miedo que empezaba a apoderarse de algún sector de mis hombres, creí conveniente tomar la iniciativa e intentar salir en busca del problema para solucionarlo de inmediato. Arengué a los hombres, intentando elevar su moral con aquellas cosas que más ayudan en ese sentido. Tendríamos que ir como vencedores, seguros de nosotros y mostrándonos como lo que éramos, infantes invistos.
Esta expedición la mandaría yo en persona, en el intento de asentar el liderazgo y dar confianza a la tropa. Me acompañaron los capitanes Sostoa y Mendoza, los que, a su vez, seleccionaron cincuenta infantes cada uno. Con nosotros llevaríamos diez caballos y cinco cañones, lo que sería, según mis cálculos, suficiente para el buen fin de las misión. Con todo estaba preparadoy los hombres con moral, no podíamos pedirle más a Dios.
A la mañana siguiente, el río amaneció cubierto por una espesa capa de niebla, lo que anuló nuestra partida ese día, dejándolo para el siguiente, si es que la niebla levantaba. No quería correr el menor de los riesgos.
Lo que si echaban los hombre en falta era la presencia de un sacerdote que nos acompañara. Todos habían sido testigo de lo ocurrido con el Padre Jesús, y no se atrevieron a reprocharnos nada, pero siempre les reconfortaba la presencia de un Sacerdote por lo que pudiera pasar. Por fortuna, entre nosotros iba un tal Juan López, que había estado varios años en el seminario, y que normalmente ayudaba a Misa, lo que aproveché para darle más importancia de la que tenía y nombrarlo “Capellán provisional”; por lo menos, podría ayudar a morir a quien así lo deseara, aunque la experiencia me enseño que en combate hay poco tiempo para morirse.
Por fin amaneció un día claro que nos permitió zarpa de inmediato, en medio de una gran algarabía, jornada por los hombre, entre gritos, cantos y borracheras: en este momento hubiésemos conquistado todas las nuevas tierras en un solo día; moral y fuerza no nos faltaba.
El plan a seguir era fácil: llegar donde enterramos a los otros hombres, y desde allí, empezar la búsqueda de estos indígenas, a quienes se la teníamos “jurada”. Hasta la llegada al punto establecido, no tuvimos ningún incidente, transcurriendo todo en perfecto orden y una vez preparados, iniciamos la búsqueda.
En cabeza, iba una avanzadilla compuesta de diez hombres y, entre ellos y nosotros, un hombre cada quince o veinte metros, para evitar en lo posible, desagradables sorpresas. Así continuamos hasta la primera parada para comer, en lo que invertimos el menor tiempo que pudimos, para evitar ser atacados en ese momento. Comíamos por ello, siempre por turnos: mientras unos comían, otros vigilaban atentos. Tras la comida, emprendimos la marcha.
Llamaba la atención, la cantidad de aves multicolores que por allí se encontraban, así como los innumerables riachuelos de apenas un metro de ancho y escasamente un palmo de profundidad, pero totalmente llenos de sanguijuelas, que nos hacían ralentizar el paso, al tener los hombres que quitárselas continuamente.
A media tarde, encontramos el cuerpo de un indígena, con unas señales, que no habíamos visto antes; de los nuestros no era, como tampoco de los que andábamos buscando, lo que nos extraño. Aquello significaba la existencia de alguna tribu más por la zona y a juzgar, como estaba el cuerpo, también había sido víctima de los mismos que dieron muerte a Ledesma. Esto consiguió ponernos más nerviosos y estar atentos al mínimo movimiento extraño.
Todos íbamos, con nuestras armaduras puestas, soportando estoicamente el calor y la humedad, que nos hacía la marcha mucho más penosa. Cada vez era más complicado mantener alta la moral de los hombres; el tiempo pasaba sin que encontráramos a nadie, parecíamos estar persiguiendo fantasmas o algo parecido.
El miedo era lógico: como todo soldado preferían la lucha directa, por muy fura que ésta fuera, a no dominar nada, a luchar contra el propio miedo, o los fantasmas que empezamos a ver en todas partes. Aquello se nos escapaba y no lo podíamos remediar, todo lo que hacíamos, era caminar y caminar, sin resultado alguno. De nuevo nos tocó la suerte, justo cuando estaba haciendo falta, pensábamos ya en la posibilidad del regreso, cuando unos hombres se presentaron ante mí, con la agradable sorpresa de la captura de uno de los indígenas que con tanto ahínco estábamos buscando.
De inmediato hice traer el intérprete para que la interrogara; no sirvió de nada, porque, o el indígena era nudo o lo simulaba perfectamente, fuese una cosa u otra no pudimos arrancar ni una sola palabra. Le atamos a un árbol y pusimos un vigilante a su lado, mientras decidíamos qué hacer con él. Unos opinaban que lo mejor era emplear la fuerza para sacarle las palabras y otros querían emplear otro tipo de métodos más humanos, teoría esta apoyada mayoritariamente cuando fuimos por él, había sucedido lo que nunca hubiésemos imaginado: había conseguido escapar y dar muerte a su vigilante, quizás aprovechando un descuido de éste, dejándonos a todos un poco desconcertados.
Ante este incidente, decidimos extremar la vigilancia, ya que estos indígenas nos habían demostrado suficientemente su maldad, incluso consigo mismo. ¡Una atrocidad!, pero, en fin teníamos que seguir buscando y eso fue lo que hicimos: levantamos el campamento y reanudamos la marcha. A este indígena, lo habían descubierto casualmente, mientras realizaba dormía tras unos matorrales, siendo este hecho lo que permitió apresarlo sin darle tiempo para reaccionar.
El que este estuviese solo en el momento de capturarlo solo significaba dos cosas: que perteneciera a algún grupo de indígenas y se entretuviera o que el poblado no estuviese demasiado lejos de allí. En consecuencia, instalé en ese mismo lugar el campamento, y desde él enviaría pequeñas expediciones de cinco o seis hombres cada una, para de esa forma, diversificar las posibilidades de hallar algún tipo de rastro que nos condujera al poblado.
Los siguientes días fueron aún más monótonos, al no tener suerte como la búsqueda. Aquello era desesperante, las reuniones con mis capitanes eran larguísimas; en ellas, procurábamos darnos ánimos mutuamente para transmitirlos a su vez a los hombres, que tan necesitados estaban de ello. Intentábamos imaginar como sería el poblado y la mejor forma de atacarlo, manejando simples suposiciones, porque hasta que no los tuviésemos enfrente, no sabríamos como hacerlo.
Al atardecer de ese mismo día, por fin tuvimos noticias de ellos, lo que provocó la euforia general entre nosotros. Era lo que tanto tiempo llevábamos esperando lo que nos despertó del triste letargo en el que estábamos sumergidos. Reuní a los oficiales Sostoa y Mendoza para que estuviesen presentes en el relato. A unas cinco horas de camino había un grupo aproximadamente treinta indígenas de los que buscábamos; si lográbamos seguirlos sin ser descubiertos, seguro que nos conducirían hasta el poblado; con ese fin habían dejado allí a otros dos hombres, para que no perdieran la pista de éstos si es que se movían, pues bastante trabajo había costado encontrarlos.
Organizamos la marcha con unos setenta hombres bajo mi mando directo; dejé al capitán Herrera al mando del resto de los hombres, con ordenes de seguirnos a una prudente distancia, por si fuera necesaria su intervención. Una vez transmitidas las ordenes, partimos.
Tal como avanzábamos, mi primer oficial, José Prada, me iba transmitiendo las oportunas observaciones, que desde la cabeza de la expedición, donde iba destacados, iba encontrándose en cada momento, para, una vez analizadas, tomar las medidas oportunas. Lo que en realidad sospechábamos y temíamos, era que iba a ser muy duro, sabíamos que estos no iban a andarse con “bromas”, por lo que no podíamos descuidarnos un momento.
A media tarde llegamos a una zona donde encontramos a los hombres encargados de seguir al pequeño grupo de indígenas; el responsable nos comunicó que éstos no se habían movido de allí. En ese preciso momento, se encontraban tranquilamente reunidos en torno al fuego, por lo que era fácil poder observarlos, y a ellos nos dispusimos de inmediato, desde la gran curiosidad que teníamos.
Nos acercamos muy despacio, ocultos tras unos árboles caídos, pudimos observar al fin, a este grupo. En ese momento, andaban todos entretenidos, comiendo hojas, y desde luego, su estado parecía indicar que estaban sumidos en una tremenda borrachera general. Si hubiésemos querido, podíamos haberles exterminado en un solo instante, sin esfuerzo alguno; pero ése no era nuestro propósito y dejamos las cosas como estaban para jugar nuestra baza: no ser descubiertos bajo ningún concepto para poder seguirlos hasta tu poblado.
Al cabo de unas horas, parecían recuperados de la “resaca”, levantaron el campamento y, por fin, se pusieron en marcha. Nosotros, para no ser descubiertos, enviamos por delante para seguirlos de cerca de un grupo de cuatro hombres haciendo el menor ruido posible, y a corta distancia, el resto; así comenzó la persecución.
Poco a poco y sin darnos cuenta, pronto se nos echó la noche encima. Encendieron otra hoguera y se dispusieron confiadamente a dormir: lo que más me extraño, fue la poca vigilancia que deponían, quizás porque lo que menos podían imaginar era que en ese momento les estuviésemos vigilando tan de cerca.
Me despertaron con urgencia; los indígenas habían levantado el campamento y emprendido el camino; inmediatamente, salió tras ellos el grupo perseguidor acordado para no perder de vista a este grupo de indígena. El poblado no debería estar ya muy lejos.
No tardamos mucho en tener noticias de nuestro refuerzo, mando por Herrera; pedían autorización par reunirse con nosotros, dada la proximidad del poblado, y continuar todos juntos. Acepté gustosamente al pensar que de esa forma, iríamos mucho más seguros y confiados, aun con el riesgo que suponía ser escuchados, por el ruido que producíamos tanta gente en la selva, pero milagrosamente y sin saber por qué razón, no nos escucharon, librándonos por ello de ser descubiertos.
De nuevo estábamos equivocados, cansados de andar sin llegar a ningún lugar. Lo que parecía estar cercano, no lo estaba tanto y lo que era evidente, esta tierra siempre terminaba convenciéndote de que allí no lo era. Pero como de costumbre, también ocurrían las cosas cuando más cansados estábamos y, esta vez, sucedió lo mismo: vinieron en nuestra búsqueda, uno de los hombres encargados de la persecución, para traernos la noticia de la localización del poblado indígena. Esta selva siempre portadora de continuos problemas y milagros.
Dejamos acampados a los hombres y me trasladé a observar de cerca el poblado. Allí estaba. Era más grande de lo que esperábamos, y éste sí se protegía con una empalizada, construida a base de juncos y cuerdas de hojas entrelazadas, no parecía muy fuerte, pero al menos disponían de algún tipo de defensa.
Allí había más gente de lo que pensamos, lo que cambió en principio nuestros planes. Si atacábamos indiscriminadamente, podríamos acabar produciendo una gran masacre, lo que bajo ningún concepto queríamos. Intentando encontrar una solución alternativa, me reuní con los oficiales.
Todos me recomendaron atacar sin ningún tipo de contemplaciones, en vista de las desagradables experiencias que habíamos tenido con ellos. Al final terminaron convenciéndome de ello y comenzamos a preparar el ataque. Este debería realizarse lo más rápido posible e intentando ocasionar el menor número de víctimas, sobre todo entre mujeres y niños, aunque esto, según mi propia experiencia, era muy difícil de evitar en fragor de la batalla.
El primer paso era la destrucción de la empalizada y entrar rápidamente en el interior del poblado. Lo mejor sería hacerlo por la noche, aprovechando la descuidada vigilancia que tenían. Deberíamos entrar por varios sitios a la vez, para aumentar su confusión. EL plan era entrar la mitad por el Norte y el resto por el Sur en una maniobra envolvente, logrando de esa forma que no escaparan muchos. Combatiríamos mientras encontrásemos resistencia, dejándolo de hacer con la mínima señal de rendición.
El resultado práctico del plan fue tal que en veinte minutos estaba todo concluido: en principio, no ofrecieron mucha resistencia, pero cuando creímos tener la situación controlada, reaccionaron violentamente, siendo entonces cuando se produjo la desgracia. La lucha fue desigual, nuestros hombres, dominados por el pánico que tenían a estos indígenas, se emplearon a fondo y con bastante crueldad. No era justificable el ensañamiento con el que mataban: los indios, no paraban de luchar sin encontrar por nuestra parte la forma de evitarlo y únicamente cuando se vieron en infinita desventaja, empezaron algunos a correr selva a dentro y el resto tirando sus primitivas pero certeras armas.
Cuando ceso la lucha, el panorama que pudimos contemplar era desolador: cadáveres por todo el suelo, totalmente descuartizados la mayor parte, como consecuencia de la violencia del combate. Del resto de los hombres, los que no estaban mutilados en alguna pare de su cuerpo, seguro que lo estaban en su orgullo, pero, por fortuna, las bajas entre mujeres, niños, y nuestros hombres fueron pocas, aunque tuvimos que lamentar algunas perdidas.
Ahora quedaba la peor parte qué hacer con estos pobres indios, ya que poco daño podía hacer. Lo primero que pensé fue educarlos como soldados, aprovechando su fiereza y conocimientos del terreno, ya que podían ser de bastante utilidad en futuras expediciones. Escogí entre los supervivientes a vente familias, para llevarlos conmigo dejando allí el resto al cuidado de veinticinco hombres, que controlarían el desarrollo del poblado.
El remordimiento de esta masacre me hacía pensar que por muchas y fuertes razones que tuviéramos para llevarlas a cabo, ¿quiénes éramos nosotros para cambiarlo todo? Desde su forma de vida, hasta el propio concepto de ella. Y eso, era lo más trágico para nuestra conciencia. Sumergido en aquel mar de dudas y pensamientos, recogimos todo lo que pudimos, e iniciamos el camino de regreso a nuestro poblado.
De este modo fue como conocimos a los Güajis, quienes, en cierta forma, cambiarían mi forma de ver la vida y a las gentes de estas nuevas tierras.

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