lunes, 20 de abril de 2009

V LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS. LA PERDIDA DE GONZALEZ LEDESMA


V LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS.
LA PERDIDAD DE GONZALEZ LEDESMA

Recuerdo que de pequeño mi padre solía decirme que solamente había dos cosas por las que merecía la pena morir: Dios y el Rey. Juro por ellos dos que trabajo me costaba creer, dado que la relación que mantenía con ambos, no era precisamente muy cordial, yen espacial, con los representantes de Dios en la Tierra. Desde que estudiaba tuve problemas con ellos. Nunca llegue a entender mucho de este tema: no comprendía por que Dios permitía muchos horrores, pero, o creías fervientemente o te esperaba el Fuego Eterno del Infierno.
Cuando amainó la lluvia, creí que había llegado el momento de enviar una expedición río arriba, para intentar localizar otros pueblos y en especial, el que podría haber sido responsable de la muerte de aquellos indígenas que rescatamos del río. De nuevo le confié la misión a Gonzáles Ledesma.
Empezó eligiendo a cincuenta hombres, con los que partió en la barcaza más grande, saliendo nada más despuntar el alba. Si en el transcurso de dos semanas no habían contactado con ninguna tribu de indígenas, deberían regresar e informar de lo sucedido, en caso contrario, se quedarían allí, enviando emisarios con las noticias y si al cabo de tres semanas no teníamos ningún tipo de noticias, enviaríamos otra expedición en su búsqueda, para averiguar que sucedía.
En el pueblo –como ya era costumbre- el problema con los clérigos, seguía creciendo por momentos el no entender mi punto de vista en este aspecto, por lo que el enfrentamiento era ya casi continuo.
Un día vino a verme el jefe del consejo de ancianos, quejándose del Padre Jesús; éste les había dicho, que por que no empezaban a ir por la iglesia para escuchar la palabra de Dios. Le respondí, intentando convencerlos de que accedieran, por lo menos algún que otro día, cosa que –para mi sorpresa- aceptaron.
El padre Jesús, no salía de su asombro y cuando le expliqué como había logrado convencer a los indígenas, por medio del diálogo, y no con la fuerza, reaccionó acusándome de ser tan hereje como ellos. Aquello fue demasiado lejos, le ordené no dirigirme más la palabra, a no ser estrictamente necesario, además de comunicar su conducto, tanto a sus superiores, como al Rey. Me replico con la amenaza de que sería él mismo, quien recomendaría mi caso para la excomunión ante un Tribunal Eclesiástico, cosa ésta, por otra parte, más que improbables, al tener que transcurrir como mínimo dos años, para nuestro regreso a España, pero, por amenazar que no quedara.
Cuando los indígenas fueron a la iglesia por primera vez y como conocían el castellano, me dirigí a ellos en primer lugar, para intentar sentar las bases; les expliqué que lo que iban a escuchar era nuestra religión, por lo que les rogaba que prestasen el mayor interés, ya que creíamos que era la única y verdadera. A continuación, el Padre Jesús tomó la palabra comenzando con aquello de “ Dios, Padre creador y único Dios del Universo y de todas las cosas…”, continuando con la disertación sobre los grandiosos milagros y tremendos castigos, que encerraban tanto la obediencia como la desobediencia a Dios, respectivamente.
Al terminar la “ Misa”, vino nuevamente a verme el jefe del consejo, con todas aquellas cuestiones que no entendía; eran preguntas tan dispares, como curiosas e inocentes. Después, muy a mi pesar, no tuve más remedio que volver a reunirme con el Padre Jesús, rogarle que intentara explicar las cosas con ejemplos muchos más sencillos y gráficos, ya que los indígenas, no lograban entender nada de lo que intentábamos transmitir. Primero intentaríamos darles a conocer lo positivo de Cristo, para después, poco a poco, ir haciéndoles ver los peligros e inconvenientes a la que arrastra la desobediencia de las leyes de Dios, una vez que se conocen.
Aconsejé entonces, que lo primero que debíamos hacer, era convencerlos de los más primario: El rey de la Creación era el hombre que, con su inteligencia superior, debía servirse de todas las cosas creadas por Dios con ese fin, y no al contrario. Una vez comprendido esto, sería mucho más fácil explicar el resto.
Aunque parezca mentira, todos nos pusimos a trabajar en esta dirección. Yo, por mi parte, cada vez que asistía a un consejo, intentaba convencer a los ancianos de esto, ya que ellos, por ser los mayores, serían los que más resistencia apondrían, al tener las costumbres más arraigadas. Mi sorpresa fue mayúscula, cuando comprobé que contrariamente a lo que suponía, eran precisamente ellos los más abiertos y comprensivos, aunque tal como temíamos estas discusiones no nos llevaban a ninguna parte: por mucho que dialogáramos con ellos sobre dichos temas, al final, siempre permanecían fieles a sus creencias y costumbres, para desesperación del clero.
Un día, los curas, totalmente desquiciados los nervios, armaron una “marimorena” de mucho cuidado. En la primera ocasión que tuvieron, reunieron a los indígenas en la Iglesia y empezaron con las amenazas acostumbradas: que si Dios os castigará, que si bajará y demostrará su poder…, de forma que, al final estábamos otra vez como al principio: no había quien arreglara aquello.
Transcurrido dos días desde el triste acontecimiento, y armado con toda la paciencia que Dios supo enviarme, retomé la iniciativa y nuevamente intenté convencer al consejo para que asistiera a la Iglesia, soportando a la vez, las continuas impertinencias del Padre Jesús, por entrometerse en “sus” asuntos.
Al término del plazo, de tres semanas, sin haber recibido noticias alguna de la expedición de González Ledesma y empezar a preocuparnos por ello, vimos aparecer, una pequeña balsa, a un grupo de cinco hombres enviados por Ledesma, para avisarnos de que encontrándose todos bien, se tomaba la libertad de continuar con la misión dos semanas más de lo previsto, tras la cuales, si según con ánimos, enviarían varios hombres más y continuarían otras dos más, al cabo de las después regresaría. Esto me alegró doblemente, por un lado era señal que todo marchaba perfectamente y por otro, demostraba el infinito valor y arrojo que tenían mis hombres. Desde luego, eran dignos infantes de la Corona.
Estos hombre nos explicaron que, en realidad, no habían visto nada, pero que casi podían afirmar por los restos, tanto de hombres, como de armas que habían recogido en el río, que los indígenas que nos habían atacado anteriormente, no eran los de nuestro poblado, el no de éste que andaba buscando. Ello explicaría muchas de las dudas que teníamos sobre el tema, ya que me encajaba la fiereza con que nos atacaron a la docilidad de los nuestros.
Continuaron relatándonos que el río cada vez se hacía más ancho y luminoso, luminosidad ésta que se explica por la cantidad de arena que arrastra y que el reflejarse los rayos solares sobre ella, hacían que tomara aquella bella luminosidad. El resto de la información de la que eran portadores, no era de importancia, por lo que, tras despedirme, me retiré a descansar, dejando allí a aquellos hombres contando una y mil anécdotas verídicas algunas, inventadas el resto.
Una vez logrado el propósito de que los indígenas regresaran a la iglesia, decidí asistir para intentar mediar en lo posible y evitar posibles “trifulcas”, pero, nada los curas a lo suyo, volviendo a arremeter contra las creencias indígenas. Regañe seriamente con ellos, y les conminé a obedecer mis órdenes y en la forma de explicar las cosas. Cuando comenzaron a haberlo como habíamos pactado, las cosas empezaron a marchar más armónicamente, para satisfacción de todos.
Transcurrido el plazo para el regreso de Ledesma o del envío, en su lugar, de otro grupo de hombres, nuevamente empezamos a preocuparnos por la suerte que hubiesen corrido, pero por fortuna llegaron los emisarios de Ledesma con más noticias, habían encontrado junto al río, los restos carbonizados de un pequeño poblado, en el que no quedaba rastro humano, lo que dejó de extrañarles a todo. A la vista de lo sucedido, el Capitán Ledesma desembarcó acompañado de veinticinco infantes, en busca alguna señal que le ayudara a explicar lo allí ocurrido. Pie a tierra, comenzaron a introducirse en el poblado con las armas preparadas; registraron todo, pero allí no quedaba nada ni nadie.
Una vez registrado el poblado, se internaron en la selva perdiéndose de vista. Allí esperaron pacientes el regreso pero, no lo hicieron hasta el atardecer del día siguiente, cuando vimos salir de la selva, corriendo hacia nosotros, defendiéndose como podían, un grupo de nuestros hombres, en medio de la mayor masa de indios que jamás hubiese imaginado. Salimos en su ayuda lo más rápido que pudimos. Empleamos nuestros arcabuces y cañones, consiguiendo que los indígenas retrocedieran asustados por el ruido de nuestras armas, con lo que logramos el suficiente tiempo para que regresáramos todos a la balsa, hacernos allí fuertes y rechazar el siguiente ataque, muy corto éste por la eficacia de los cañones.
Desde allí, partieron estos cinco hombres para contarnos lo ocurrido. Inmediatamente, partimos con cien hombres, cinco cañones y algunos caballos en su ayuda. Aquello, en cierta forma, fue un respiro; empezaba a estar cansado de los franciscanos y un poco de acción, me vendría bastante bien.
De repente, vimos bajar por el centro del cauce, los cuerpos de varios hombres nuestros, totalmente descuartizados, con el lógico espanto para todos. Intentamos acelerar la marcha todo lo que pudimos. Según nos acercábamos, íbamos recogiendo más y más cadáveres aquello se ponía cada vez más oscuro y empezamos a tener lo peor.
A medida que nos acercábamos, el nerviosismo se iba apoderando de nosotros, hasta que, justo frente a nosotros, vimos la barcaza de nuestros hombres; en ella no quedaba nada ni nadie, y desde luego, no había quedado en muy buenas condiciones. Abarloamos nuestras barcazas y desembarcamos en lo más de prisa que supimos. Atravesamos el pequeño poblado, buscando señales de nuestros hombres, pero, tampoco en él encontramos rastro de ellos. Con la misma cautela, empezamos a penetrar la selva, por la vereda que supusimos abierta por los nuestros. A medida que íbamos penetrando, la vegetación se iba haciendo cada vez más espesa y empezaba a recordarme los largos días de camino hacia el río.
Pasado un buen rato, paramos para descansar un rato; mandé adelantarse a dos indígenas que había traído conmigo, para que echaran un vistazo y nos informaran. Mientras tanto, nosotros discutíamos sobre la suerte que pudiesen haber corrido nuestros compañeros; la principal preocupación por nuestra parte, era la cantidad de indígenas con los que se tendrían que haber enfrentado para tener tantas bajas, y lo peor, es que, no teníamos ni el menor rastro de ellos.
A su regreso, los indígenas, nos indicaron que habían encontrado otro río, éste mucho más pequeño que el anterior, pero que no habían visto nada más por la zona. Así pues sin dudarlo, cambiamos de rumbo, esta vez hacia el Este. Más adelante nos encontramos otro río, lo que empezó a extrañarme: aquello era el mismo río, o por allí había muchísimos riachuelos, afluentes de otro mayor. Nuevamente cambiamos de rumbo, al Oeste
Sólo tuvimos que dar unos pasos, par encontrarnos con la tragedia: en un descampado de forma circular, con una gran figura de piedra en el centro, estaban, amarrados a palos, decapitados y con la cabeza a los pies de sus respectivos cuerpos, empezando por el del mismísimo González Ledesma, atravesado por incontables flechas de diminuto tamaño. Aquello era la puerta del infierno, a lo más parecido a ella. No tenía explicación para nosotros, ¿cómo podía haber sucedido aquello?. En lo único que pesábamos era en enterrar a nuestros hombres y salir de allí lo más de prisa que pudiéramos. Una vez realizada la tarea de dar cristiana sepultura allí mismo a todos nuestros hombres, volvimos a nuestras barcazas; con toda la precaución del mundo, quemamos los restos de la otra y comenzar el regreso a nuestro poblado.
Cuando por fin llegamos, aparentemente no había sucedido nada, pero el problema religioso había estallado en nuestra ausencia: el Padre Jesús, había vuelto a las andadas, y los indígenas, terminaron por negarse rotundamente a asistir a ninguna reunión con los sacerdotes. Quienes fuera de sí, incendiaron todas las imágenes indígenas. Gracias a que Rodrigo, si no, a estas alturas, hubiesen tenido sangre. Por este motivo, rogué por enésima vez, al padre Jesús que, de momento y hasta que yo dispusiera lo contrario, dejara en paz a los indígenas con sus creencias, dedicándose únicamente a los servicios religiosos de la tropa y de los indios que voluntariamente quisiera asistir a estos.
Entre fallecidos de muerte natural y a manos de ataques indígenas, quedábamos en torno a los trescientos hombres, en teoría, suficientes para rechazar cualquier ataque por parte de esos fieros indígenas. De todos modos, empezamos a reforzar las defensas del poblado, mediante la ampliación de la empalizada y la construcción de torres de vigilancia, esperando que estas medidas fuesen suficientes.
La mala experiencia sufrida por todos, nos había marcado profundamente y esto se dejaba notar en el ambiente. Ya no nos creíamos Dioses invencibles, sino simples hombres, que tendrían que agudizar el ingenio a partir de ahora, si queríamos tener garantías de supervivencia. Estábamos en la selva, y en ella, eran los indígenas los más habituados conocedores al medio, y para ejemplo, tuvimos a González Ledesma.
Como en la mar, tras la tempestad siempre llega la calma: comenzó una temporada de tranquilidad para todos, los del clero, se habían “relajado” después del susto recibido y se dedicaban más a nuestros hombres que a los indígenas, mientras el resto nos dispusimos a la reconstrucción de las casas, la construcción del gran salón de juntas y del nuevo embarcadero, más grande éste que el anterior, para intentar utilizarlos en su día como primera puerta hacia el mar. Lo que intentábamos construir verdaderamente eran los primeros cimientos, para el futuro desarrollo del primer poblado en aquella zona.
La reorganización cada vez me gustaba más; discutíamos todos en buena armonía, con el interés necesario. Se empezaban a poner en claro muchísimos de los temas delicados, como por ejemplo, el de la autoridad Real, aceptándola los indígenas sin demasiados problemas, aunque imaginaba, que en realidad les quedaba tan lejos, que les daba igual; tenían que obedecer y eso les bastaba. Esperaba con estos pequeños triunfos, que el clero comprendiera la verdadera y más eficaz forma de entenderse con los indígenas.
Pero, no todo iba a transcurrir por el buen camino, empezó a ocurrir lo que, por otro lado, era lógico; algunos hombres, comenzaran a tener relaciones con mujeres indígenas, la Iglesia no admitía este tipo de prácticas extra matrimoniales y, mucho menos, cuando se mantenían con herejes. Este problema sí que era importante, porque los hombres llevaban bastante tiempo fuera de casa y les era muy difícil reprimir “ciertas necesidades”, cuando además se les ponía fácil. Así pues lo mejor era mirar hacia otro lado, dejando pasar el tiempo. Para mayor desgracia, los Franciscanos no lo entendieron así, aumentando la represión ¿Resultado? Empezaron a excomulgar a gente, negando los oficios a otros y amenazando al resto, los hombres empezaron a darle la espalda a los sacerdotes, y a formar las primeras familias mestizas, para horror de la Iglesia, Aquello, fue una hecatombe.
En contra de mi voluntad, y acompañados por unos veinte hombres que voluntariamente decidieron acompañarlos, partieron del poblado todos los representantes del clero. Se llevaron dos de las balsas grande y comenzaron a dejarse llevar por la corriente del río, en el intento de llegar hasta el mar y una vez allí esperar el regreso del Capitán Cristóbal García de Ávila. Problema que me afectaba muy directamente y de bastante gravedad, las consecuencias que podrían acarrear estos acontecimientos a su llegada a España, y la deformada versión que darían los emisarios eran imprevisibles.
Pero eso solamente lo confirmaría el tiempo ahora nos queda sin el amparo del clero, con la esperanza de que Dios sabría entendernos y no nos abandonaría, sino al contrario, nos enviaría su bendición y nos protegería bajo el manto de María Santísima.

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