jueves, 23 de abril de 2009

X DESDE ESPAÑA

X DESDE ESPAÑA

De vez en cuando visitaba al Padre Jesús con la intención de llegar a un acuerdo con él. El Padre no daba la mínima oportunidad, su contestación era siempre el silencio. Jamás quiso entrar en el diálogo por más que yo intentara sacarle cualquier tema de conversación. Llegué a amenazarle, insultarlo, pero no había forma sus únicas palabras eran monosílabos, afirmando o negando algunas de las preguntas.
Mientras tanto, el poblado recobraba su primitiva configuración. Se volvió a construir esas chozas circulares, los indígenas a pintarse el cuerpo luciendo su desnudez, volvieron a la jungla tras sus presas favoritas a tener y libertad para esculpir sus imagines religiosas. Una de mis principales misiones era cristianizar a los indígenas de estas tierras y permitir sus cultos, no era el modo más practico para conseguirlo, pero las circunstancias me aconsejaban tener un poco de paciencia en este tema. Pensaba que, intentar forzar en estos momentos la sensibilidad religiosas de los indígenas, podría acarrear más problema con los indígenas, que era la último que necesitaba en estos momentos.
Rodrigo seguía con sus manías defensivas. Cada día reforzaba alguna zona del poblado que él creía poco defendida. El poblado cada vez parecía más una fortaleza que un pueblo. Cada vez adiestraba más a los indígenas, quienes se prestaban voluntariamente, lo pasaba en grande con los ejercicios militares. Yo pensaba que, en caso de necesidad, los indios lucharían de modo más provechoso a su estilo, que bajo las órdenes de Rodrigo. Pero en realidad me preocupaba poco este tema, llegado el momento Dios dispondría.
Cuando intentaba un nuevo intento de acercarme al Padre Jesús, vinieron a avisarme de la llegada por el río de unas extrañas y desconocidas canoas. Salí corriendo hacia el embarcadero, donde Rodrigo ya había organizado la defensa, de tal suerte, que los ocupantes de las canoas no se atrevieron a continuar bajando el río. Eran indígenas, desconocidos para mí, nunca los habíamos visto antes. Estaban parados a corta distancia, pero la suficiente como para hacernos desistir de su ataque. Ni nosotros ni ellos, arriesgaríamos nada en una trifulca. Allí permanecieron durante toda la tarde. Pensamos que quizás esperaba a la llegada de la noche para intentar pasar o atacarnos. Rodrigo en su celo, encendió unas grandes fogatas que iluminaban todo el lecho del río, en la zona del embarcadero, frustrando el posible intento de los indígenas.
Pasó toda la noche sin que se movieran de su lugar, mientras que nuestros hombres estaban cada vez más nerviosos. Temía la reacción de Rodrigo. Le ordené que se fuese a descansar, que me quedaba yo al frente de la responsabilidad de las defensa. Me costó convencerlo, pero logré que se fuera.
Menos mal que se retiró Rodrigo, porque, pasados unos momentos, los indígenas comenzaron a navegar río abajo pegados a la orilla opuesta. Mis hombres empuñaron sus armas. Ordené no moverse hasta recibir mis órdenes. Los indígenas bajaban muy lentos, agresivos, en sus caras se adivinaba el mismo o mayor que nuestro miedo. No remaban, recostados sobre sus canoas, pasaban frente a nosotros, sin separar su vista de la nuestra ni un solo instante. Nosotros tampoco dejamos de observarles, hasta que desaparecieron río abajo, tan misteriosamente como llegaron.
Me preguntaba de donde habían salido estos indígenas, ganas me dieron de salir en su busca, pero no tenía suficientes hombres disponibles para ello, en caso contrario, hubiese ido de inmediato tras ellos para averiguar donde estaba su poblado. Ahora, solo quedaba esperar. No podía moverme del poblado hasta solucionar el problema del Padre Jesús, y además. ¿Dónde iba con tan pocas fuerzas? No quedaba otro remedio, teníamos que esperar.
El tiempo transcurría lento. Intenté de nuevo llegar a un pacto con el Padre Jesús, pero recibí la misma negativa acostumbrada por su parte. Un día recordé como nos conocimos. Jugaba con mi hermano Luis en un sembrado cercano al camino que lleva al pueblo y que atravesaba tierras de mi padre, cuando vimos aparecer a cuatro o cinco franciscanos. Uno de ellos se paró a mirar como practicamos el arte de manejar la espada. Yo le rete preguntándole de forma burlona si sabía manejar la espada, el aceptó y en menos de un instante, me había derribado arrebatándome el arma y arrojándome al suelo de una patada, en medio de las carcajadas de todos sus compañeros. Desde entonces, nos veíamos un par de días por semana para practicar con mi hermano y conmigo. Ya desde el principio, tuvimos problemas religiosos, lo que siempre impidió que entre nosotros naciera una verdadera amistad.
Cuando mi padre organizó la expedición, le recomendé su elección como capellán, ya que ademas de capellán me sería útil por su manejo de las armas, que, en caso de necesidad, siempre vendría bien. Lo que nunca habría imaginado era que, en vez de amistad, este viaje sembraría en el odio contra mí, ¡quizás fuese fruto del cansancio del viaje! El se acordaba de esto, pero no podía perdonar tantas “infamias” e injurias cometidas por mí contra Dios según él. Temía que nunca llegaríamos al acuerdo que con tantas ganas buscaba, más adelante sería, desgraciadamente, confirmado mi temor.
Mientras nos encontrábamos intentando pescar algo, regresó una de las barcas de vigilancia, comunicándonos el avistamiento de unas velas seguramente dentro del lago. En ese mismo instante y con el consiguiente revuelo, empezamos a organizar el digno recibimiento de los refuerzos, pero, a su vez, Rodrigo, por lo que pudiera pasar, activó todas las defensas con la ayuda de los indígenas. Los hombres se pusieron sus uniformes y yo, mi apreciada armadura regalo mi querido padre. Al poco tiempo ya pudimos observar claramente a lo lejos el contorno de lo que, sin duda, eran dos Naos.
Allí estaban por fin, con el pendón de Castilla en lo más alto del palo, con cuya visión, terminamos todos por emocionarnos. Eran la Urca San Andrés1 y la Carraca Barcaza de Hamburgo2. Hacia tanto tiempo que no lo veíamos. Entre gritos y saltos de alegría por ambas partes, conseguimos atracar como pudimos los dos barcos en nuestro pequeño embarcadero. En primer lugar bajó Don Luis de Torres, como enviado de la Corona, a continuación, unos cien hombres con diez caballos y cinco cañones, en último lugar, y para mi inmensa alegría, mi hermano Luis.
Tanto él como yo, permanecimos mirándonos hasta que, por fin, arrancó a correr desde la San Andrés, en un interminable abrazo, que después de un rato, Don Luis de Torres se atrevió a interrumpir, llamando nuestra atención. Fuimos los tres a mi cabaña y empecé a relatar hechos, de inmediato cortó, preguntándome por el paradero del Padre Jesús, al que no había visto a su llegada. En su celda, Don Luis. Le contesté, explicándole lo más breve posible, pero sin olvidar detalles, los acontecimientos que me llevaron a tomar dicha medida con el Padre Jesús, muy a mi pesar.
Está bien, pero ahora tengo que hablar con él, traigo conmigo órdenes muy estrictas al respecto. Durante tu ausencia de España, la Santa Inquisición, ha ido adquiriendo cada vez más poder, desde que se nombro en 1546 a Fray García, hasta el Emperador, tiene cada vez más respeto hacia ella, concediéndole cada vez más y más poderes.
Entre los papeles que traigo, vienen los poderes del Padre Jesús para la administración de estas tierras, y los míos, para el asunto militar. Vuestro hermano Luis, ha venido por su propia voluntad y en el nombre de tu padre. Ya podéis imaginaros, termino diciend-, la gravedad del asunto, por las explicaciones que ha transmitido fray Jesús, en mi está hacer un juicio justo de la situación y determinar lo mejor para todos.
Al termino de la reunión, hice liberar de inmediato al Padre Jesús, quien una vez puesto en libertad, tomó cierto aire de superioridad y regresó a su aposento, sin querer ver a nadie, incluido Torres, hasta el día siguiente, pero yo, por si acaso, dispuse que le vigilaran con la mayor discrección posible.
Hice llevar las cosas de mi hermano Luis a mis aposentos para tenerlo lo más cerca posible, intuyendo la falta que me haría su compañía. A continuación y sentados alrededor de una mesa que dispusieron junto al río, tanto mi hermano como D. Luis, empezaron a relatarme hechos ocurridos en el Reino durante mi ausencia: la cada vez más influyente Inquisición, el auge de Felipe como Príncipe heredero, la poderosa flota, etc. Todo esto me resultaba tan lejano de aquí, No recordaba que existiera realmente ese mundo, del que vine para “conquistar” éste.
Tuve que despertar a Luis, porque por sí solo no lo haría en todo el día. Este iba a ser un día duro y largo y me hacía falta cuanta ayuda pudiera conseguir, muy en especial la de mi hermano. Rodrigo también andaba ya nervioso, haciendo tantos surco delante de los escalones de mi choza que si llego a tardar en salir, termina cavando un estanque. Al verme salir, me preguntó por mi hermano en el mismo instante que este salía por la puesta. ¡Daos prisa! Están reunidos hace rato. Nos dijo con excitación. De forma apresurada recorrimos el trecho que nos separaba del salón del consejo, que donde se celebraba la reunión.
El entrar yo con Rodrigo y mi hermano, calló el Padre Jesús a la vez que se retiraba de D. Luis y tomaba asiento en uno de los bancos.
Entrad grito D. Luis. Mi hermano se sentó junto a mi y ambos, frente al Padre Jesús, como si de un juicio se tratara. He escuchado las delaciones del Padre Jesús, que como era de suponer, distan bastante, en forma y contenido de las vuestras y, la verdad, no me siento capaz de juzgar estos temas tan delicados, al margen de no considerarme competente para ello, y seré sincero, tampoco me apetece en absoluto decidir y tomar responsabilidad en asuntos tan graves como de los que os acusa el Padre Jesús.
- ¿puedo saber de que me acusa? Le pregunté algo indignado.
- En principio, y al margen de pequeñas anécdotas, de lo siguiente: expulsar al clero, negar el poder de la iglesia, obstaculizar la conversión de los indígenas, incitar a la lujuria y apuramientos con indígenas no conversos y lo más graves, nombrar Capellán a un tal Juan López. ¿Pero como se te ocurrió tal cosa? Terminó D. Luis
- Debería haber estado Usted Aquí, le contesté, y además, no pienso seguir dando explicaciones, rogando que cuidéis el tono D. Luis no olvidéis delante de quien estáis.
- De un posible reo de la Inquisición, me respondió.
- ¿Cómo os atrevéis?, Le grite.
- Si, me atrevo, es más, lo veo más que conveniente. Tengo la suficiente autoridad, tanto militar, como religiosa para hacerlo y tu hermano Luis, es notario de lo que digo.
En ese mismo instante, Rodrigo desvaino su espada y gracias a que pudimos sujetarlo no estocó al Padre Jesús, y tras él, varios de mis hombres, que fueron milagrosamente respondidos por algunos hombres de la guardia de D. Luis, produciéndose unos instantes tan silenciosos como tensos.
Salvada la difícil situación por D. Luis y por mí mismo, le pedía, que nos reuniéramos a solas, a lo que accedió gustoso, no sin aguantar las impertinencias del Padre Jesús, para que me explicara la verdadera situación del problema. Me indicó que, en teoría, a estas horas, tendría que estar preso bajo su custodia, pero, que a la vista de mis relatos, no creía necesario tal extremo.
Portador de igual modo, de la oportuna orden de repatriarme a España si renunciaba a juzgar, como había renunciado, para esclarecer allí los hechos. Quedaría el Padre Pedro de los franciscanos, el Padre Juan de los dominicos y el Capitán Hernández quedaría al mando de las tropas. Yo podría designar a cuantos testigos quisiera llevar conmigo a España, por si llegara a celebrarse el Juicio Inquisitorial. Así pues, me rogaba que me preparara para mi regreso a España.
Mi hermano, me aconsejo ir a intentar solucionarla el problema en España, donde me resultaría más fácil con la influencia de mi padre y de sus amigos. Que en el fondo, él no veía tanto problemas, puesto que la Corona, aunque muy influida por la Iglesia, no podía permitirse la ligereza de enfrentarse con las familias más influyentes tanto por la necesidad de su riqueza, como de sus tierras. Pensaba Luis que en España, buscarían una solución digna y discreta, válida para todos.
Reaccioné con soberbia ante la forma de hablarme de mi hermano Luis ya que aunque me daba ánimos y me brindaba la ayuda de toda la familia, ponía en dudas mis decisiones, lo que en ningún momento estaba dispuesto a consentir. El único culpable era el Padre Jesús, con su descomunal estupidez, pero llegue a pensar, que posiblemente, fuese yo el único equivocado.
Luis estuvo varios días enfadado conmigo, debido a la reacción que tuve con él. Cuando conseguimos calmarnos, volvimos a darnos un abrazo, prometiendo no volver a enfadarnos nunca. Me juró que no dudaba de mi historia, lo que pasaba era que si yo daba explicaciones, y con la experiencia que había adquirido, después de ver y leer la mayoría de las sentencias dictadas por la Inquisición, lo iba atener muy mal en caso enfrentarme a un juicio de esa índole. La defensa la tendríamos que estudiar con mucho detenimiento, en el intento en todo momento de evitar cualquier cosa que ni tan siquiera “oliese” a enfrentarnos o poner en cuestión ninguna cuestión con la Corona o con la Iglesia. Habría que tener muchísimo cuidado, de modo que intentara no ser “idiota”, me dejara de orgullos y confiara en él que para eso era mi hermano.
Desde ese instante, y muy a mi pesar, no quise tomar parte en nada de lo que allí ocurriera y, la verdad es que ocurrían muchas cosas. Los indígenas volvieron a verter túnicas blancas, ejecutando sin más quien se negada a ser de nuevo cristianizado. Obligados a ir a misa, bautizados sus niños, separadas las familias y lo más trágico para ellos cortar sus árboles. Los sacerdotes empezaron las clases de religión, legua y cultura Castellana, en fin, lo que creían ellos que era fundamental para una verdadera y lógica colonización.
Empezaron de nuevo a construir casas al estilo español, con sus calles y desagües correspondientes, iindiferentes a mis consejos en ese terreno. Aquello empezaba a parecer más un pueblo castellano que un poblado indígena. Imaginaba que pasaría si nos invadieran los indígenas, y nos obligaran a construir nuestros pueblos con ramas y hojas; hasta nombre le buscaron nombre en honor a uno de los más valientes caballeros, nacido en aquellas tierras. No quería intervenir, pero no dejaba de incordiar con mis críticas. ¡Menos mal que el Padre Jesús, no se atrevía a ponerse en mi camino! Sabía que era capaz de matarlo.
El capitán Rodrigo no dejaba de darme consejos guerreros, incitándome a la rebelión y acabar con todo aquello, que tan mal nos parecía, pero estaba dispuesto a no salirme de la ley. No sabía si en un juicio, Rodrigo me podría ocasionar más daño que beneficio, porque si empezaba a hablar utilizando tanto su imaginación como vocabulario, me podría ir considerando pasto de las purificadoras llamas de las hogueras de la Santa Incisión.
Entre tanto, mi hermano Luis, había estado preparando todo para nuestro viaje de regreso a España. El viaje lo realizaríamos en una de las Naos hasta la desembocadura del río y allí embarcaríamos en la Gran Grin3, para cruzar el Océano Atlántico de regreso a casa. Pensaba es lo distinto que iba a ser el viaje de regreso del venida. Había logrado llegar, abrir una nueva vía de comunicación, nuevos poblados y quizás, empezara ahí un nuevo reino para la Corona, pero todo esto lo único que me acarreó fue incomprensión, enfermedad, tristeza y desánimo.
Como testigo, llevé conmigo a Rodrigo aun a riesgo de que me fuese mas perjudicial que beneficioso, a varios oficiales de los que habían estado presente durante todo el proceso, y a unos cuantos indígenas de los que habían conseguido dominar el Castellano, aunque, estos, apostaba mi brazo derecho, no tendrían valor alguno en el momento de su declaración, si es que conseguían llegar con vida a España tras el viaje por mar.
Por su parte, el Padre Luis no pudo conseguir ningún testigo que no fuera de sus leales seguidores, pero no podía fiarme ni por un solo instante, dada la fuerza que tendría las declaraciones de los frailes, más si eran Franciscanos.
D. Luis de Torres, quedaría en el poblado, para estar al tanto de lo que allí ocurriera, y hasta que no tuviese la seguridad de dejarlo todo perfectamente organizad. Nuestra partida la fijamos para dos días después. Le juramos a D. Luis de Torres, tanto el Padre Jesús como yo, no enzarzarnos ni en discusiones ni enfrentamientos de ningún tipo durante el viaje re regreso a España, para lo que tuvimos que empeñar nuestra palabra y dejarnos en manos de mi hermano Luis para mi fortuna. Así, y por una vez, pactamos comportarnos como nuestro linaje y ocupación mandaban, e intentar, por ambas partes, mantener la paz a bordo.
Llegado el día de nuestra partida, lo que no pudieron impedir a los indígenas fue la despedida que me organizaron. Quizás ellos llegaron a entender de algún modo, lo que en realidad estaba ocurriendo conmigo. Creo que fue la única vez que vimos salir lágrimas de nuestros ojos. Lo más posible es que no volviéramos a verlos nunca. Ahora solo faltaba llegar a España, y esperar la justicia de Dios, porque esperar la de los hombres, era mucho más difícil.

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